Sobre afectos y estremecimientos

1Agradezco que me hayan invitado a presentar este pesado volumen de ensayos, tarea nada fácil por la variedad de textos que contiene, y por el hecho de que dialogan por momentos muy directamente, y en otras ocasiones componen derivas que complican la posibilidad de encontrar un solo hilo conductor. Supongo que la razón de aquello es el origen de los materiales y los propósitos de la compilación. En efecto, lo primero que llama la atención positivamente es este carácter de pensamiento colectivo que logra armar el libro. Surgidos a partir del Seminario “Poéticas del Dolor. Hacer del trabajo de muerte un trabajo de mirada” impartido por Ileana Diéguez en Abril de 2017, esta maraña de textos enfrenta las preguntas lanzadas por el Seminario, no obedeciendo a una única pulsión, por el contario, cada investigador ensaya una respuesta apropiándose de fragmentos de imágenes, pedazos de experiencia compartida, lecturas en común, pero siempre a travesados por un perentorio tono de urgencia que, podríamos imaginar, refleja las discusiones que debieron darse en el desarrollo mismo de cada una de las sesiones.  Reflejos de una experiencia de investigación compartida, un instante de trato íntimo, de cuerpos a escala 1:1. En definitiva, de  darse mutuamente un tiempo: a la escucha y a la réplica de los cuerpos. Pienso que esta primera sensación sobre el libro, sugiere uno de los hilos invisibles que ata este palimpsesto de textualidades, y que remite a eso que Diéguez invita constantemente en esta y otras publicaciones, a pensar en una suerte de “discurso de los afectos”, que habría que entender no como un nuevo contrato del sujeto con la realidad, sino que como una epistemología, una ética de la investigación y del investigador.

Es la urgencia de lo que nos duele, de los cuerpos y  las violencias que fueron y siguen resonando en el presente. De los cuerpos y las violencias que se renuevan de forma interminable y fatal. Vivimos en un presente pesado, en el que las formas de la política -como bien se indica en un momento del libro- han devenido necropolíticas: es decir, políticas productoras de muerte en las que el Estado se convierte en administrador del genocidio, de la exclusión violenta, de la destrucción efectiva del enemigo. La muerte deviene así, en el signo de la comunidad, la realización final del inmunitarismo totalitario. Tal vez cabría decir, que estamos ingresando de a poco en la era del fascismo globalizado, de la que el triunfo de Bolsonaro en Brasil es un estremecedor indicio.

Pero, tal vez, lo más inquietante es que tras de una práctica necropolítica, se constituye una estética necropolítica desde la cual el poder construye la épica y la justificación, o peor aún las estrategias de disuasión requeridas para el sometimiento total del otro. Si en otro tiempo la violencia de Estado, el odio desatado por el otro era algo que ocurría soterradamente, en la oscuridad de la noche de las ciudades, si en otro tiempo, el crimen se encubría, y los criminales se mantenían en el más estricto silencio respetando oscuras cofradías,  hoy la producción de muerte deviene completamente obscena. Si el poder  como decía Rancière, consiste en la visibilización, el poder necropolítco trabaja en el éxtasis de la visibilización mortuoria, en la plétora de carne desgarrada, de cuerpos mutilados, de extremidades diseminadas, de cuerpos no hallados. La muerte atrozmente estetizada (cumpliendo los presagios de Benjamin) convertida en material para los sentidos, para el aparecer del mundo. Frente a esta proliferación de muerte en imágenes, en reportes en pantallas en programas computacionales, la alternativa reactiva sería la negación o la imposición de una economía moral de la exhibición. Diéguez insiste en mostrar lo equívoca de esta posición, que lejos de significar una posibilidad de resistencia, se convierte en una actitud cómplice de una misma operación de olvido. He aquí el nudo problemático que reúne esta maraña de textos: frente a esta estética de la muerte, la producción de una contraestetica: una poética del dolor, que implica activar la capacidad de conmoción contra eso que José Antonio Sánchez (parafraseando a Buck-Morss), llama sentidos anestesiados. ¿Entonces qué es aquí dolor? Bajo una lógica de los afectos, eso que (nos) duele no es una vivencia de la subjetividad, más bien, es la condición misma de la realidad, de la contingencia en la que habitamos: el dolor es el afuera del sujeto y por ello lo emplaza insistentemente a responder ¿Y acaso no es ese el imperativo que debiera guiar todo ejercicio de reflexión sobre el mundo? ¿Acaso no se desprende de ahí el rol que debiera ejercer el intelectual hoy? Hacerse cargo de este emplazamiento. Un discurso de los afectos, nombra pues, la condición del trabajo intelectual si éste busca vincularse con las cosas, más allá de un nexo instrumental o comercial, o meramente profesional.

Pero un discurso de los afectos es, también, un modo de componer, de situarse frente a la escritura. La misma Diéguez nos da indicio de aquello al encabezar su ensayo con ese epígrafe de Bauman sobre la rabia, o al citar a Benjamin en relación a lo relampagueante de la historia. El conjunto de textos que compone este libro es ensamblado, en este sentido inorgánicamente, pues cada uno de ellos es al mismo tiempo un material en cierta medida autónomo, y a la vez textos agujereados que reclaman al otro en su devenir lectura. Cada texto construye un relato en el que proliferan escenas anacrónicas, superposiciones temporales, fragmentos de imágenes dispersas espacialmente o relatos de las excursiones de sus propios cuerpos a los sitios de memoria, a los lugares donde se ejerció tortura o a los domicilios mismos de los torturadores. Textos disimiles en los que se puso el cuerpo, y textos que se mantienen en la tensa espera del ponerse alguna vez. Diversos acercamientos, algunos muy dentro del campo de los estudios de visualidad, otros en los márgenes de la crítica cultural e incluso algunos de sesgo íntimamente testimonial: el resultado es una compleja atonalidad de lugares y posiciones que hacen de este libro algo vivo y urgente. Digo urgente para quienes los escriben y urgente para quienes lo lean.

Con todo, si ensayáramos una suerte de mapeo aparecerán algunas constelaciones conceptuales que se reiteran: mirada, imagen, memoria, violencia, afectos, resistencia, interrupciones e insistencias, que atraviesan el conjunto de textos y nos permiten así mismo ensayar un juego de agrupaciones respecto a las cercanías o lejanías mutuas.

En el primer grupo encontraríamos los cuatro textos que abren el libro y que corresponden además a las ponencias de los editores.

El texto que encabeza “De cuerpos y sombras. A propósito de la mirada y la pérdida” de Ileana Diéguez, es sin duda paradigmático de todo lo dicho anteriormente. El trabajo de Diéguez es una densa reflexión sobre el mirar. El mirar como práctica de resistencia y como poder de transformación. La cuestión central para Diéguez es de índole ética, la mirada sobre la producción de imágenes se torna un imperativo moral ante la emergencia de la violencia cada vez más obscena de los poderes dominantes. De alguna manera lo apremiante para ella es impedir a toda costa el fracaso de la representación, pues más que nunca las imágenes urgen, más que nunca es necesaria su comparecencia para confrontar la brutalidad del poder necropolítico. La imagen particulariza, la imagen hace presencia para Diéguez, la imagen es una forma de insistencia de la memoria, cuando en ella se juega ya no el valor de un discurso académico, sino la posibilidad misma de la supervivencia de aquellos sobre los cuales ha caído el poder necro-político. En este sentido entendemos el llamado de Diéguez a reformular las clásicas teorías del duelo, más vinculadas a una idea de subjetividad empoderada en su propia autoconciencia presente, que no logra pensar la desmesura de esta violencia y construye dispositivos de consolación suponiendo el carácter de ya acontecido del pasado (y por ende irremediable) y que el presente es lo que cuenta. Por ello el llamado a reemplazar las palabras muerte y duelo, por pérdida y dolor que aluden tal vez a una condición encarnada y particular de la experiencia: Nietszche decía que solo recuerda lo que duele.

Pero la construcción de una estética necroplitica supone la complicidad de los medios. La proliferación de imágenes de muerte no responde solo a una técnica disuasiva de grupos corporativos, a la banalidad (violenta) de una lógica del espectáculo que no tiene dueño, sino  más bien a un estado de la cultura. Por eso imágenes, pero no cualquier imagen. Mirada, pero no cualquier mirada. Diéguez propone distinguir entre el ver y el mirar, yo agregaría que la diferencia radica en una cuestión de tiempo: no es mirar, es detenerse a mirar, dar tiempo a la mirada o al ver. El tiempo hace háptica la mirada. Mirar y tocar, es decir, estremecerse. Pero además si es una cuestión de cómo miramos, también a lo que la imagen  convoca en su despliegue es a la experiencia de un tiempo de la contemplación, y no a una inmediatez. Las imágenes como insistencias que vienen a interrumpir el continuo normalizado de la representación mediática

La escritura de la afección es patente en la “Insurrección del horror” de Maritza Farías, el ensayo que continúa en esta colección. En él la autora nos invita a un recorrido de tres escenas, que son en realidad tres relatos de sobrevivientes al horror de la violencia dictatorial, para proponernos una intensa reflexión sobre arte y compromiso, sobre el rol del artista ciudadano, amplificando la dimensión ética de estos discursos. Por momentos la escritura de Maritza adquiere el carácter de una poética.

En un tono más ensayístico e íntimo, Iván Insunza construye una suerte de relato-bitácora, que tiene como base la visita que el grupo del Seminario realizó al Estadio Nacional. A partir de ese recorrido corporalizado, el autor piensa las relaciones entre horror, memoria y representación.

Finalmente, Lorena Saavedra propone un texto de corte más académico en el que identifica una tendencia del teatro contemporáneo chileno, en la que la pregunta por la memoria, por el pasado de la violencia y principalmente sus efectos presentes serían los ejes temáticos centrales. El trabajo se centra en dos montajes que para Lorena serían emblemáticos en relación a sus procedimientos, y la manera de abordar la cuestión del presente de la memoria: por una parte, se detiene en Villa de Guillermo calderón, y el Año en que nací de Lola Arias.

En el segundo grupo que corresponde más o menos a los siguientes cuatro textos, pienso que la guía de la reflexión es el problema de la imagen, de su producción y circulación junto a su relación con la producción de memoria. El primero de ellos de Jorge Sánchez, consiste en una penetrante lectura de las imágenes de “De perlas y Cicatrices” de Pedro Lemebel. Aquí destaca no solo el nivel de análisis de los materiales y la pertinencia de la bibliografía escogida, sino que también logra al mismo tiempo construir un relato argumental en un tono de esta escritura del afecto que hemos descrito. Un texto que invita e pensar con él, especialmente el supuesto binario en el que instala la lógica de la imagen pedagogizada del capitalismo frente a una posible imagen insurrecta.

En esta misma línea se encuentra el agudo ensayo de Carla Motto en relación a la operación fotográfica y la lógica del encuadre, al que cuestiona de forma directa pues construiría una política de la exclusión, en relación a la representación de la violencia y la producción de memoria. Aunque pienso que todavía su idea de encuadre es algo esquemática, las  tres operaciones en torno a la lógica fotográfica que piensa la autora -contemplación, acción y saturación- resultan muy sugerentes y son el embrión de una investigación a más largo plazo.

Desde una aproximación más cercana a los estudios culturales que a los estudios de visualidad o teoría del arte, Antonio Urrutia Luxoro nos propone una interesante reflexión sobre las operaciones de visibilización y omisión de la memoria en nuestro presente posdictadura, identificando dos procedimientos recurrentes en la producción simbólica de la democracia chilena. Por una parte la idea de la estetización de la muerte, por otra las prácticas de omisión de la memoria. Es destacable el tono polémico de Urrutia que sin duda representa un síntoma del malestar contemporáneo.

Finalmente, yo pondría en este grupo el ensayo de Constaza Navarrete que, sin embargo, cierra este volumen. Un texto de carácter monográfico sobre la obra de Jaar y Geraldina Ahumada sobre la cuestión de la violencia y su representabilidad. El texto denota ser parte de una investigación mayor, en el que destaca una posición clara de la investigadora con un amplio campo de referentes, un texto más claramente disciplinario que logra abrirle dimensiones a las obras citadas.

El último grupo son textos más alejados del análisis visual propiamente tal y del arte, cuyos ejes son claramente problematizar la cuestión y la urgencia de la memoria, de la insistencia por la memoria.

Desde una perspectiva psicoanalítica el trabajo de Claudio Reyes viene a relevar las prácticas de las Mujeres buscadoras de restos en Calama. Con la intensidad del objeto que estudia, Reyes abre la lectura de ese acto a otras dimensiones intertextuales al vincularlas con determinados personajes míticos: Antígona y Perséfone. De este modo logra armar una interesante reflexión sobre la condición del duelo activo en contra de las operaciones de consolación o disipación del fantasma.

En un tono estrechamente imbricado por el hecho del compromiso directo con el objeto de estudio, encontramos el ensayo de Karen Glavic que es en cierto modo una lectura razonada de su experiencia como parte del equipo que levantó el sitio de memoria de Londres 38. No solo es interesante el marco bibliográfico que propone, sino que se deja entrever en todo momento el compromiso, la situación de cuerpo puesto en un trabajo de recuperación de memoria.

Pablo Peñaloza propone cuestionar el modo en que determinadas políticas de reparación simbólica de la violencia ejercida por el Estado, son en realidad simulacros que intentan borrar la dimensión problemática y el carácter abierto del duelo.

Finalmente, el único texto escrito a dos manos por Antonieta Muñoz y Verónica Moraga, son breves reflexiones casi en un tono testimonial sobre la tensión entre borrar y recuperar la memoria de la violencia ejercida por el Estado en la Dictadura. Interesa especialmente la cuestión del reconocimiento de la “víctima” o del sujeto que fue objeto de violencia, asunto que implica la mantención de una forma de violencia hasta la actualidad.

¿Cómo hablar del dolor, de la violencia cada vez más obscena que invade nuestro tiempo? ¿Cómo hablar de aquello cuando ya no quiere ser pensado a modo de simple dato de la historia, sino que como el acontecer de un presente continuo y ubicuo?

Escribir desde los afectos es escribir desde el dolor, en el sentido que hemos dicho al inicio. Pero al dolor, así como lo que duele es inaprehensible y no por ello irrepresentable, no queda otra que representarlo. No queda otra que insistir. Por eso los textos son síntomas, y en el caso particular de este libro eso se realiza en plenitud. Qué juzgamos cuando leemos, qué buscamos cuando leemos y escribimos. La idea moderna de aportar un nuevo conocimiento a veces nubla la originaria imbricación del pensamiento con las cosas, y las cosas humanas están en la historia, y la historia no es el relato de un ya acontecido que no vuelve. La historia es el plexo del tiempo en el momento de la contemplación meditada del mundo. En el momento que me demoro en la percepción, me dejo afectar porque dejo ser a las cosas. Esto requiere tiempo, la afección es una cuestión de dar el tiempo necesario. Afectarnos no es una condición natural como quería pensar el buen Rousseau, en realidad es algo por trabajar, es algo por conquistar en un mundo en el que ya no tenemos tiempo. Pensar la violencia, pensar la muerte no la evita, pero nos pone atentos al hecho de su existencia.

Dramaturgo e investigador teatral. Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de Chile, Doctor en Filosofía con mención Estética y Teoría del Arte de la Universidad de Chile. Académico del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile. Su carrera como dramaturgo inició a fines de los años noventa.  El año 2000 su obra El Ínfimo Suspiro, dirigida por Marcelo Alonso, ganó la VI Muestra de Dramaturgia Nacional, reconocimiento que obtuvo nuevamente tres años después con su obra El Peso de la Pureza (2003), dirigida por Luis Ureta y el 2005 con Impudicia. El impúdico sueño de la muerte. En enero del 2010 estrena Páramo, bajo la dirección de Luís Ureta en el Festival Santiago a Mil parte de la Trilogía Bicentenario de la Compañía La Puerta. Es co-editor académico de la Antología Cien años de Dramaturgia chilena: 1910-2010, publicada por la Comisión Bicentenario. Lideró el proyecto de rescate patrimonial “Biblioteca Sonora de la Dramaturgia Chilena” (Fondart 2010). Investigador en el área de Performance, dramaturgia contemporánea  y teatro chileno, ha publicado cerca de una veintena de artículos en revistas de Chile, Brasil y Estados Unidos. El 2014 gana el Fondo Juvenal Hernández y publica Intermitencias. Ensayos sobre performance, teatro y visualidad en la Editorial Universitaria. Durante el período 2008-2012 fue director de CENTIDO (Centro Teatral de Investigación y Documentación de la facultad de Artes). También se desempeñó subdirector del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile y coordinador de Creación de esta unidad académica.​

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