La matriz, la materia, la estrategia, el teatro del papel

Texto publicado en la revista LIBERTAD 53 de la Universidad ARCIS, correspondiendo a una edición especial de Agosto de 2005. Este volumen centra todos sus textos en la exposición Papeles Ordinarios del artista chileno Juan Pablo Langlois Vicuña, la que fue montada en LA FACTORÍA ubicada en Libertad 53 del 24 de agosto al 9 de septiembre.

Dentro de los autores aquí presentes se encuentra Nelly Richard, Carlos Pérez Villalobos, Guillermo Machuca y Diamela Eltit. Esta última fue escogida a través de su texto La matriz, la materia, la estrategia, el teatro del papel, en el que podemos encontrar una novedosa e interesante prosa, que responde principalmente a su origen literario-poético de la autora.

La matriz, la materia, la estrategia, el teatro del papel

Diamela Eltit

En una de sus puestas en escena –la pareja sexual– Langlois trabaja materialmente el diario como recurso matriz para formular sus cuerpos-esculturas.

El otro

grupo-cuerpo –los manifestantes– se estructura también desde el papel, pero ausente de letra, un papel que opera sólo como una superficie que será textualizada (la relación histórica entre papel y letra) por la propia escultura que se convertirá en grafía. Langlois se interna por la ruta de la precariedad. Elige la modalidad del papel y sus posibilidades para establecer un procedimiento estético. El papel-masa se restablece como espacio social, como territorio de cuerpos que portan una textura peligrosamente experimental. De la misma manera que en la tradición maya consignada en el Popol Vuh la creación del hombre fue una búsqueda signada por la falla (los hombres de maíz no iban a prosperar), la estructura fundacional que ordena esta obra es el cuerpo de papel para dar cuenta del papel del cuerpo.

La materia, en el sentido más filosófico que porta la palabra, es el papel que se trenza al papel del cuerpo que insensatamente ejerce la cultura. Cuerpos escritos de arriba abajo, cuerpos-diarios que dan cuenta de un incesante desgaste, de una fugacidad que desemboca en el fragmento y la discontinuidad.

El diario apunta a la relación contingente entre tiempo, historia y cotidiano, una relación siempre intervenida por la incerteza que porta la precipitación de los acontecimientos. Su forma concreta es la gráfica y el despliegue de la letra, el énfasis de las mayúsculas, la teatralización de sus titulares. Ya Mallarmé, en los postrimerías del siglo XIX, comprendió “esa” letra, la letra inscrita en el diario y entendió la relevancia estética y corpórea del significante, quiero decir, vio la letra en sí misma como un escenario parlante que emitía, desde su propia puesta en escena, una multiplicidad de significados. Entendió así lo que hoy puede nombrarse como una diseminación del sentido, de los sentidos. Vio la letra deslizándose por la página de los diarios como un dispositivo gráfico que en las posibilidades de su arquitectura –el porte, el tipo, el color, la condición– organizaba visiones.

Percibió el ojo móvil, inquieto, susceptible de ser cautivado ante el desplazamiento gráfico de efectos visuales. Un ojo leía la letra antes que el texto, un programa que iba directo a desencadenar la seducción. Una seducción, en último término “política”, dictada por la voracidad del órgano-mirada.

Así, desde el diario como referente privilegiado, el escritor francés, pudo establecer uno de los textos más inquietantes producido por la cultura literaria contemporánea: “Un golpe de dados jamás abolirá el azar”. Mallarmé se parapetó en la seducción adictiva del diario, en su poder de convicción móvil, para elaborar una poética “gráfica” (ortográfica), siguiendo las pautas proliferantes de la estructura del periódico. Desde este procedimiento Mallarmé se internó en la construcción de una utopía materialista: La elaboración del libro total.

Un libro absoluto, sin principio ni fin porque estaba sobresaturado de sentidos un texto ajeno a la linealidad exigida por la pauta social, una letra que no respondía a un género determinado, que horadaba la práctica poética y la permutaba por una poética de la letra y su frenesí. Ofreció un escenario carnavalesco y apátrida (desalojó la letra de su tradición de obediencia al significado) y puso de manifiesto la energía liberadora del ojo-mirada paseando por la página, incesante, insaciable, libre, soberano.

La soberanía del ojo dotado por la ambigüedad frontal de la lectura diseñados por Mallarmé, se desplazó desde la estructura del diario al espacio poético. La sede impura del periódico (en tanto intensificado proceso hiper industrial) fue reapropiada apelando a su paroxismo. Mallarmé ya es mito fundacional. Las escrituras que más adelante iban a establecerse tuvieron que considerar su gesto. Los artistas visuales, los escritores, los responsables de las dramaturgias no pudieron escamotear la problemática de una letra incontenible . Quizás ese era su libro total, la juntura de prácticas, técnicas y disposiciones que enraizados al curso de la historia, no han cesado.

Langlois vuelve al diario, lo comprime, lo estruja, lo moja, lo enrarece, lo ocupa como simple “papal de diario”–su desvalor, su recorrido más popular– para revaluarlo en figuras completamente explosionadas.

¿Qué hace Langlois con la letra diaria?, ¿qué imprime allí?, ¿qué industria cita su obra?: Cuerpos de letras, camuflaje estético.

La pareja augurada por Langlois está erguida o doblada ejercitando los gestos póstumos de una sexualidad apenas sostenida. En tanto campo terminal, esa sexualidad agónica escribe la textura lívida de sus órganos que, sin embargo, no terminan o se niegan a morir. El órgano “vivo” se disputa el escenario con la representación de unos cuerpos que podrían ser catálogados como post humanos. A la manera de traumatizados sobrevivientes de un desastre atómico, los sexos emprenden su tarea más biológica renegando del estatus discursivo de la erótica con que se recubre la acometida impulsiva de unos instintos que, en esta muestra, ya han renunciado a salir de la esfera primaria del instinto.

Los órganos (sexuales) se erigen en monumentos de una humanidad extenuada, carente un discurso que los ornamente y les otorgue el prestigio que hizo de la desnudez un icono histórico.

Los poderosos cuerpos escultóricos que hubo de trazar la emergencia greco latina para festejar la extensión del poder político en que se organizó la cultura occidental, marcaron un hito que conformó y confirmó el modelo oficial de un cuerpo pleno que estaba allí heroico y erguido para protagonizar el ansia imperial de una belleza. En cambio, el trabajo de Langlois enfatiza los cuerpos aledaños a la historia. La desnudez de las figuras, dan cuenta de un vacío, de la intemperie de un cuerpo reducido a la mera instancia inhumana que puede adquirir la exposición más radical de una biología iletrada y deseante.

Michel Foucault advirtió con una precisión deslumbrante cómo el ultra capitalismo iba a convertir el cuerpo en su presa más descarnada, cuando formuló el ascenso de un comportamiento social que construía sujetos inmersos en una realidad biopolítica. El sujeto-órgano que se vislumbra masivo en el devenir del siglo XXI mantiene una conexión con las figuras ensoñadas por Langlois. En tanto poética del desastre, los rictus sexuales de sus personajes no hacen sino confirmar que la trascendencia se ha retirado vertiginosa para dejar como único vestigio unos órganos que ejercen robóticos sus imperativas funciones primarias. En la obra de Langlois, el pene pierde su horizonte fálico, se desaloja su capacidad totalitaria y emblemática para convertirse en una línea meramente corpórea o “biológica”, incapaz ya de aprehender el logos, porque el logos transita fuera del cuerpo real (quizás ahora radica en las poderosas transnacionales o en la tecnología aguda de la industria bélica) y, así, estas imágenes tridimensionales, exponen y se exponen, mostrando el umbral de la disolución del sujeto. Y esta resta lo filia y lo homologa a su condición de especie animal.

Sin embargo, en la interioridad de la obra de Langlois o más bien en el recóndito espacio de materialidad de sus figuras sexuales, yace el diario. Una letra que está allí completamente deformada o desgastada y que sólo se presenta para cumplir la función de soporte. Una letra incapaz de otorgar sentido, una rutina de letra, un procedimiento ortográfico incapaz de mostrar  esa magnificencia del sentido que antaño relevó Mallarmé. La letra entonces opera en Langlois como sin sentido, su presencia (de la letra) augura su ausencia. Los cuerpo sexuales, pese a estar diseñados en la letra, son el abandono más radical de un discurso que los sostengan y por eso, la letra-desecho construye cuerpos desechos en toda su extensa ambigüedad.

En tanto cuerpos-letras que, sin embargo carecen de discursos, abren la pregunta en torno a qué hace la letra por los cuerpos o en los cuerpos. O más bien habría que observar qué letra está allí, y aludir a una completamente discontinuada, obsoleta por su condición de vejez (letra vieja de un diario antiguo cuya eficacia ha cesado completamente) y que ya sólo sirve para “soportar” a los cuerpos “diarios”, igualmente obsoletos, inmersos en una calidad social signada por la opacidad y que, dispersos en los bordes más críticos del sistema, están aglomerados sin más rito que la fiesta y el placer que obtienen de sus propios cuerpos. Cuerpos filiados a su único capital: un órgano desnudo y monótono que se erige en condición de órgano deseante, signo, marca, exterioridad, contra cultura, sobre natura.

Las parejas sexuales de Langlois podrían parecer o subjetivas o subversivas, no obstante, una mirada más atenta o más crítica debería conducir a otro espacio; a ese lugar o pre cultural o post cultural en donde el cuerpo busca cuerpos para saciarse con el énfasis y la “naturalidad” que caracteriza a las especies animales: la memoria visual de perros callejeros, barriales que se montan unos a otros, que se buscan en la plenitud de la leva, únicamente para reparar o repasar el hambre sexual, para demostrar su diferencia con la otra especie, la humana regida por el pudor o el desenfreno articulado que le dicta el discurso.

Desde esta perspectiva, se pulveriza cualquier mención estructurada en torno a la diferencia sexual. Ni los presupuestos culturales de heterosexualidad o bien homosexualidad gravitan en la muestra. No lo hacen, en la medida que se trata de simples cuerpos donde ya las categorías culturales habitan el estado de excepción, sus leyes están suspendidas en aras del instinto y del orden abismante del deseo. Así hombres y mujeres sostienen poses sexuales cuyo único límite es el límite del cuerpo al que se enfrentan, ese es el horizonte único, el otro cuerpo, no el discurso del cuerpo y su extensa zona de represión.

Pero, estos cuerpos animalizados son también domésticos o, dicho de otro modo, ya han sido domesticados. Sus detalles, digamos, pop, sus marcas pictóricas, sus huellas cosméticas remiten también a un señuelo, a una trampa. Cuerpos ornamentos con hilachas industriales que no hacen sino profundizar el reciclado “kitch” capitalista y su alucinante obsesión por carnavalizar a los animales domésticos.

Cuerpos diarios emanados de un diario sin sentido. Sin embargo, repensando por una estética escultórica que poetiza el cataclismo. Sobre esos cuerpo (de) diarios ya ha pasado la guerra, el hambre, la enfermedad, cada una de las humillaciones, la risa más profana, el estupor, la palidez, todos los accidentes posibles y pensables, el estallido industrial, los reordenamientos sociales, todo se ha escrito y desde esa escritura se fundan las parejas de Langlois absortas en sus prácticas, intentando obtener un átomo de goce, un atisbo fugaz de placer. Se exhiben ajenas a la exhibición. Erguidas, dobladas, sentadas, actuando la carencia y una forma no enteramente humana de desamparo.

En medio de una escena dislocada o alocada, sus protagonistas de papel protestan con sus cuerpo emblemáticos y catastróficos por unos derechos indeterminados. Se juntan con sus rictus precisos y ultra construidos para ejercer su derecho a manifestar. Manifiestan y se manifiestan. Sus cuerpos.

Cuerpos austeros, sólo conservan sus pelos (muertos) diseminados sobre el papel (duro) que los consigna como erráticas esculturas de una manifestación que se presenta incierta. Se presume en ellos la ausencia de poder para conseguir resolver sus demandas. Su masa lívida alude al cuerpo masa, soporte del conjunto anónimo sobre el que se establece la realidad de la experiencia política, un cuerpo masa que actúa como infraestructura social. Desnuda.

Están desnudos y sin embargo, sus cuerpos no hicieron por su desnudez, no, el efecto político emana de su conmovedora perseverancia a manifestar. La manifestación desnuda de una demanda (cualquiera, todas las posibles) que se ancla en una ciudadanía acartonada, siempre local o periférica que acude desde la agencia de una organización precaria, dictada por la injusticia o el abuso o la monotonía de la falta.

Manifiestan desnudos y así se manifiestan. Citan la realidad de otra manifestación (el documento fotográfico que uno de los “ciudadanos-esculturas” sostiene en su mano) la fotografía opera como conexión histórica, como asidero social. Una pequeña foto intervenida y difuminada en la que se amparan para realizar un acto de resistencia y divergencia. Plataforma de una pedagogía del reclamo.

Sus pelos son una clave, una pista, un eco humano, un signo de singularidad. Se podría decir que los manifestantes portan un duro pelaje social, hilos visibles (materia de costuras y de suturación de las heridas sociales) que hablan de cabezas rabiosas, unas cabezas que después que “se han tirado los pelos”, emprenden, con sus cabellos desordenados, anárquicos, erizados, una toma airada del espacio público para imponerse el signo histórico de la protesta lúcida que va a cortar la calle, a enrarecer la vía, a politizar la acera, a rehacer los cuerpos en una escritura consistente, irreverente.

La desnudez de los manifestantes adquiere, sin embargo, una discursividad. Envueltos en la política de la pasión rebelde, se “visten de desnudez”, y a su vez demarcan la desnudez de un poder real que los recubre. Son apenas el destello de un poder fugaz, de un impulso incapaz de torcer los dictámenes sociales, son el signo errático de la demanda, jirones de una revolución desarmada, cita paródica de los movimientos sociales que salen a las calles para reafirmar la existencia de una opaca y quizás debilitada ciudadanía.

Los (dos) escenarios abiertos por Langlois están implicados de una manera no lineal. Equivalen a dos momentos del cuerpo donde se ensaya la borradura entre lo privado y lo público. El órgano (sexual) ya es de dominio público. Está capturado por un tráfico o tránsito de órganos que se exhiben localmente derribando los pudores y los terrores. Ningún gesto del órgano (sexual) está hoy en entredicho, habitante cotidiano o “diario” de la superficie social, su misterio y su glorificación ha sido pulverizado por la vocación biologizante. La marcha, la manifestación, la esquina del reclamo, semeja una citrina callejera que se vende como espectáculo si no circense, al menos, anecdótico. La desnudez está literal y simbólica traspasando el espacio social.

Langlois ha comprendido cómo el presente aniquila los presupuestos más preciados por la filosofía que hizo ser que vagan y divagan unas acciones completamente laterales. No hay centro. La materia se ha fragilizado. El papel, crucial en la obra de Langlois, cumple una cantidad extraordinaria de “papeles” que se niegan a resolverse y se abren a un abismal y complejo trabajo del sentido.

Ese es el hallazgo. La grandeza de su ensimismada y perturbadora estética.

 

Autor: Diamela Eltit

Editor: Sebas

Escritora nacida en Santiago de Chile. Profesora de Castellano y licenciada en Literatura, desde 1991 y durante varios años se desempeñó como agregada cultural de la Embajada de Chile en México. Representa una interesante corriente narrativa, que tiene carácter experimental y de ruptura tanto en su contenido -mundos sórdidos, personajes marginales- como en su forma. Suelen asociarse a esta corriente varios narradores unificados como la generación del 87, posterior al golpe que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y cuya desazón y resentimiento ha generado nuevas búsquedas desde el punto de vista literario. Cabría agregar que, en este marco, muestra una clara preferencia por el cuerpo femenino sufriente. A todo ello van aparejados una técnica y un lenguaje ambiguos, transgresores de los moldes usuales, y que hacen más compleja su lectura. Estos rasgos pueden apreciarse en las novelas Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1990), Los vigilantes (1994) y Los trabajadores de la muerte (1998) entre otros.

Comentar el texto