Naturalezas muertas

Esta segunda colaboración de Diamela Eltit para Revista Écfrasis, corresponde a un texto escrito a solicitud de Carlos Arias (artista visual chileno residente en México), con motivo de ser publicado en el folleto impreso de su exposición Chile: (dos puntos) Chile (1991), inaugurada en la Galería de la Academia de San Carlos (Ciudad de México), en el contexto de sus estudios de Maestría en Artes Visuales de la UNAM, luego de titularse como pintor en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile –a la que ingresó en 1984-, donde cursó el taller de pintura a cargo de Rodolfo Opazo.
Dividido en dos secciones –la primera, relativa a la indagación pictórica del artista; la segunda, relativa a su primer desplazamiento textil-, el texto de la autora se caracteriza por un enfoque analítico, matizado frecuentemente por una factura literaria que describe suspicazmente el contexto chileno, durante los primeros años de la transición a la democracia. Al respecto, cabe destacar la anticipación de Eltit a la prosa de Roberto Bolaño, a propósito del evidente vínculo de la obra de Arias con el tópico del infierno ilegible latinoamericano tematizado por el novelista en su última publicación, 2666 editada por Anagrama (2004).
De esa manera, observando atentamente la pintura de Carlos Arias, Diamela Eltit reflexiona sobre la perversa ambigüedad de las representaciones visuales del territorio local, donde la condición humana es reducida (y desaparecida) a la fuerza al estatuto pictórico de paisaje. Como lo anunció Walter Benjamin: No hay documento de cultura que no lo sea, al tiempo, de barbarie.

Chile: en el marco de la institución, 1990 (óleo sobre tela, 160×200 cm). Cortesía del artista.

 

1. Pintar: Hacer de lo pintado la pintura

 

 

Carlos Arias busca acotar la superficie de la tela principalmente desde la dualidad. Una dualidad en que la existencia del “doble marco” (recurso reiterado en su muestra) le permite un juego pictórico: el placer de su propia duplicación. Doble marco para entablar un doble discurso visual apostando a dos naturalezas, la humana y la paisajística.

Cuerpos fragmentados, sesgados, mutilados, petrificados parecen señalar la imposibilidad de un cuerpo. El recorte incesante de los cuerpos es la marca presente del oficio pictórico, su técnica voluntaria sobre cualquier ilusionismo de “realidad”. Se trata de pintar un cuerpo que se vuelve imposible porque se trata, en último término, del cuerpo de la pintura.

Figurando pedazos de somas, simulando detalles orgánicos, el gran desafío es entender en que plano, desde que color, en que relaciones internas subsisten esas formas. Ocupando el oficio pictórico como desorganizador de la linealidad y de las convenciones lineales, Arias demarca un (su) quehacer ante la tela en blanco y el proceso de otorgar un sentido visual sobre la superficie árida. El sentido parece provenir del intento por encontrar un equilibrio, una forma de coexistencia para las formas que habitan la tela, generando, finalmente, un relato especialmente técnico en donde la forma “humanizada” es a la vez el fracaso de lo humano, su falla, su desmembramiento, y la instauración primordial del hacer pictórico, del juego con las referencias, como otra trampa al ojo y a sus lecturas.

 

Apelando a la materialidad de la técnica, Arias busca provocar una cadena de sentidos, especialmente cuando pone en crisis la noción de marco –de límite de una superficie-, utilizando otra forma como es la Cordillera de los Andes. Y esto más allá de cualquier consideración, la Cordillera es un límite territorial, la imagen posible para establecer la analogía al problema de los límites.

La imagen de la Cordillera, figura recurrente en el arte chileno, es tomada por Arias en múltiples sentidos: como ícono, como préstamo, como copia, como fetiche, como identidad paisajística. La imagen de la Cordillera de los Andes es también otra resolución técnica de Arias que pinta esa forma una y otra vez para dar cuenta de la versatilidad y de las posibilidades de un oficio.

Pero la imagen plural de la Cordillera marca el límite de los cuerpos, de las secciones, de cuerpos que Arias trabaja como otra naturaleza. Naturalezas muerta (cuerpos y Cordilleras) que conforman un paisaje subjetivo, para nombrar sin nombrar una pertenencia fantasmagórica a  un mundo chileno en crisis por el tratamiento de los cuerpos desprovistos de una facialidad, carentes de identificación1. La Cordillera da estatuto a los torsos, a las vísceras, y a la pintura misma que a la vez es territorializada por sus referencias: Arias, finalmente, se afilia así a un territorio y a una historia (pictórica) chilena.

 

2. Bordar: Hacer otro gesto con la mano.

 

 

Arias acude a una práctica convencionalmente femenina –el bordado- para interponer a la pintura –su pintura- un segundo código, un referente técnico diverso que concierne a la historia popular y al ornato doméstico. Con la adquisición comercial de paños dibujados previamente para ser llenados con hilos de colores, Arias integra a su obra la huella de una obra ajena, sentimental, decorativa, propagandística de los “modos de vida ideales”. El artista responde a ese llamado y borda la superficie blanca del paño poniendo de relieve un quehacer artesanal, subartístico, ambiguo. Borda esa superficie para hacer habitar con su otro espacio, el espacio con-sagrado de la pintura.

 

Chile: un país para conocer, 1991 (óleo sobre tela y bordado, 138×195 cm). Cortesía del artista.

De esa manera se ponen en tensión dos historias disímiles, dos objetos aparentemente incompatibles, separados por la ideología del “buen gusto”. El bordado como señal de herida, fisura, penetración, adquiere un sentido preciso, un sentido esencialmente político: política de los modos de producción de una exposición, política visual al contener las manifestaciones más despreciadas y organizarlas al interior de un espacio “sacro”.

Pero también aparece la intención lúdica, paródica, al jugar con las convenciones ideológicas de una sociedad. Las imágenes populares de las telas bordadas, remiten a un discurso enajenado, al discurso imposible de una felicidad inexistente tramado en la pura superficialidad (como superficie es la tela, como superficie resulta el bordado).

Arias busca construir una superficie a partir de los bordes, de los límites que le otorga la visualidad, para desde allí conjugar espacios y subespacios, administrando sus materiales que desde la ironía hasta el drama, marcan la pertenencia y la despertenencia de los cuerpos, de los territorios, y, especialmente de los discursos, haciendo de la pintura, su pintura, su arma.

 

 

Escritora nacida en Santiago de Chile. Profesora de Castellano y licenciada en Literatura, desde 1991 y durante varios años se desempeñó como agregada cultural de la Embajada de Chile en México. Representa una interesante corriente narrativa, que tiene carácter experimental y de ruptura tanto en su contenido -mundos sórdidos, personajes marginales- como en su forma. Suelen asociarse a esta corriente varios narradores unificados como la generación del 87, posterior al golpe que derrocó al gobierno de Salvador Allende, y cuya desazón y resentimiento ha generado nuevas búsquedas desde el punto de vista literario. Cabría agregar que, en este marco, muestra una clara preferencia por el cuerpo femenino sufriente. A todo ello van aparejados una técnica y un lenguaje ambiguos, transgresores de los moldes usuales, y que hacen más compleja su lectura. Estos rasgos pueden apreciarse en las novelas Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), El padre mío (1989), Vaca sagrada (1990), Los vigilantes (1994) y Los trabajadores de la muerte (1998) entre otros.

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