¡Afuera están los pacos y quieren entrar inmediatamente!

Esta crónica en torno al funeral de Ivo Babarovic se terminó de escribir la semana anterior a la muerte de nuestro amigo, colega y primer columnista en fallecer de la nómina de colaboradores de Écfrasis. El relato fue escrito en dos jornadas de transcripción -a la manera socrática, entre maestro y escribas a la que tanto se aferraba Machuca-, en las que todos los presentes podían meter de su cuchara, a la vez que esa cosecha era solo madurada por el autor, quien siempre tuvo la última palabra en torno a las múltiples (muchas veces,  ) voces de los interlocutores por quién se rodeaba.
La primera sesión de escritura fue llevada a cabo en el taller de Natalia Babarovic, artista visual, pintora e inolvidable amiga y compañera de andanzas de Machuca, con quien compartió un departamento en la calle Carlos Porter (junto al artista Carlos Altamirano, y al escritor Roberto Merino), por algún tiempo durante la segunda mitad de los ’80. Durante esa tarde, junto a Babarovic y Machuca, compartieron mesa y sobremesa, uno de los editores de esta revista (en labores escribanas), y Marcela Fuentealba (editora de Saposcat), quienes degustaron un contundente tártaro de atún por cortesía de Écfrasis, cuyos ingredientes fueron usurpados ilegalmente de una cadena de hípermercados caracterizada por sus tonalidades verdes. El amplio patio y sala de estar de la casona ubicada en Elena Blanco  (vecina a una propiedad que Machuca compartió con el artista Patrick Hamilton), permitió una reglamentaria “distancia social” por parte de los parroquianos, que fue diestramente manejada por Pupo (mascota canina de Babarovic), quien terminó devorándose más de la mitad del tártaro, mientras el protagonista indiscutido de la historia lo acariciaba con sarcasmo.
Algunos días después, en el departamento de Villa Los Presidentes en el que nuestro eterno mentor pasaba a solas su cuarentena, se terminó de escribir esta crónica. Un día soleado, tan otoñal, invernal y primaveral (por ningún motivo estival), en el que Machuca se presentaba dispuesto, tan jovial como siempre, a la profundización y finalización de sus escritos pendientes, actividad en la que volcaba todas sus energías (nuestras últimas conversaciones telefónicas giraron en torno a la manera adecuada de publicar esta columna; para Machuca la escritura no era una entretención para pasar ratos libres, sino que una manera de servir al arte).
Del tártaro de atún pasamos al pollo mongoliano (con ají, por exigencia del autor). Mientras enmascarillados esperábamos la lenta entrega de nuestra colación –acompañada de una serie de ofuscaciones de Machuca, relativas a la chilenización del tiempo culinario chino-cantonés-, el autor sostuvo un intercambio telefónico con Sebastián Valenzuela-Valdivia (director de Écfrasis), con el objeto de concretar la autorización de sus derechos para una investigación sobre archivos de arte latinoamericano, en una importante institución estadounidense. Entre tártaros de atún, pollos mongolianos (con ají), arroces chaufanes, arrollados primaveras, y ostras frescas (uno de sus máximos placeres sublimes, compartido por el filósofo Immanuel Kant), Machuca fue siempre prolífico; nunca improlífico.
Junto a la solicitud del Museum of Fine Arts de Houston (USA), por parte del director de esta revista, esa misma jornada de cierre a esta columna, Machuca recibió (entre otras), la invitación a participar del comité editorial de una plataforma inédita de crítica de arte, junto a Paz López y Antonio Urrutia Luxoro (editor de Écfrasis). Todo esto, mientras dictaba meticulosamente -palabra por palabra, punto por punto, signo por signo-, la segunda parte del siguiente relato por la memoria de Ivo Babarovic. Una vez finalizada la transcripción, y después de exigir que (a modo de final de jornada laboral) se revisasen los registros audiovisuales de boxeadores y futbolistas que en sus cátedras usaba para contextualizar el trabajo de Eugenio Dittborn, Machuca llamó personalmente por teléfono a Natalia Babarovic, para consultarle su impresión sobre el homenaje a su padre. Particularmente, debido al acto psicomágico (de orden animista), junto a la palabra apropiada para mencionar a su objeto de desborde: un conocido académico y gestor cultural, apodado Pechuguín.

A Natalia Babarovic le escribí un texto en la galería D21 ubicada en Nueva de Lyon esquina Providencia. Ahí puse el ojo en una serie de pinturas que ilustraban diferentes fotografías familiares tomadas por su abuelo paterno, quien venía de Argentina. En dichas fotografías destacaban escenas de piscinas, marinas, espacios urbanos olvidados, la mayoría de proveniencia marítima o naviera.

En la misma galería, hice otro texto para el padre de Natalia Babarovic (en julio de 2011)1. Según la pintora, su padre me encontraba una persona entrañable. Escuchaba mis conversaciones y nuestras peleas políticas con su hija. Según el padre yo era un marxista; además, mi cara le resultaba divertida y familiar, ya que en ese tiempo yo cultivaba un aspecto gramsciano (la madre de Natalia, Elda Torrens, también pintora, escuchaba las conversaciones junto a su esposo en una pieza aledaña, celebrando mi parecido al filósofo italiano). A su padre le caía bien. A pesar de que se trataba de un personaje inescrutable; difícil de leer.

 

Ivo Babarovic, era ingeniero de profesión; amigo de su colega, Abraham Freifeld, esposo de la pintora Ximena Cristi. Freifeld era escultor, erotómano, karateca de cinta negra. Una vez lo vi –en los años ’80– darse vueltas en el aire como un gato trapero. Como un felino dispuesto a arañar a un perro rabioso. Yo no podría hacer esas piruetas ni con veinte horas de ejercicio diario.

Siempre se ha insistido en lo siguiente: que los ingenieros no son gente sensible; que no les interesan mucho las artes y la cultura. Esta es una falacia, un razonamiento estúpido. Yo hice clases más de una década en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de Chile (Ronald Kay, que hizo clases en dicho Departamento, ayudó en el montaje de la exposición de Ivo Babarovic en la mencionada galería).

Retomo el tema de las clases. Tenía alumnos muy inteligentes en términos estéticos. Estaban obligados a tomar mi curso y otros que se ofrecían en dicha época. Llegué a tener más de noventa alumnos por año. Algunos se mantenían indiferentes; otros entraron en contacto empático con lo que yo pudiera entregarles desde un ámbito tan distante como la Historia del Arte.

Tanto Freifeld como Babarovic padre, hicieron en su momento obras modernistas, muchas reflexivas a nivel formal, aunque no carentes de un cierto romanticismo propio de algunos que se encuentran arrastrados por una formación profesional distante (estupidez de principios: las ciencias son duras, exactas, precisas, aunque algunos sujetos de sensibilidad distante hacen que se iluminen imaginarios visuales al margen de la razón y la utilidad).

El viernes 12 de abril de 2013 el padre de Natalia falleció.

Archivo Natalia Babarovic

Recuerdo que fui al entierro en el Cementerio General de Santiago; fui con el escultor Gaspar Galaz, el artista Patrick Hamilton y su esposa, la  gestora cultural Daniella González.

En el cementerio –ahora cerrado, producto de la pandemia- no había ningún cura (Ivo era un hombre de izquierda convencido hasta la muerte). Como lo mencioné al comienzo, para el padre de Natalia, yo también era un marxista a la antigua (a pesar de mi fisonomía gramsciana); todo esto alimentado por conversaciones que tenía con su hija en una casona de la calle Lyon, cerca de Irarrázaval. Está casa fue demolida con el tiempo y reemplazada por cómodos departamentos de precios sobregirados.

En la tarde, después del funeral, fuimos a emborracharnos, y otras cosas. El día era soleado, así que nos quedamos en un generoso patio del sector norte de la comuna de Ñuñoa. Estaban, en esta catarsis, Galaz, Hamilton, Daniella González, el artista Christián Yovane, el pintor Pablo Ferrer, su esposa, la pintora Antonia Daiber, el filósofo Eduardo Sabrovsky, y su pareja, la artista audiovisual, Claudia (“la turca”) Aravena, además del marido de Natalia, el escritor inglés Neil Davidson, junto a sus dos hijos.

En un momento de la tarde, decidimos jugar a achuntarle a una imagen con un rifle de aire comprimido, que Natalia y Neil le habían regalado a su hijo Ian; todo a veinte metros de distancia del susodicho y futuro occiso. El objetivo más deseado: un reconocido académico y gestor cultural con aspecto de galán de provincia, con un cuerpo a lo Maciste (un fornido luchador de los años 40, distante a estas esculturas grecorromanas voladoras como Van Damme, Stallone, o Lundgren), apodado “Pechuguín”.

Recuerdo que Hamilton fue el más eficaz, junto a Yovane; ambos artistas dispusieron proyectiles en pechugas y pómulos (lactosos y jamonosos) del personaje en cuestión (algo muy propio del imaginario mágico: si afecto una imagen cualquiera, me apropio del animal o la persona representada; o sea, termino matándola).

La anécdota no deja de ser importante: el padre de Natalia había pintado gráficas eximidas de todo tono grasoso: eran límpidas, estructurales, abstractas. Algo que la obra de Hamilton ha seguido bajo un tono para muchos- posmoderno. El público chileno de arte no soporta la frialdad geométrica.

Gaspar Galaz, abril de 2013. Fotografía de Patrick Hamilton.

Gaspar Galaz, abril de 2013. Fotografía de Patrick Hamilton.

Después del torneo de resonancias medievales, Galaz desapareció de escena; todos pensamos que iba al baño. Todo era parte de una bufonada; había entre los contertulios algunas sustancias prohibidas (le peut-être, según Galaz). También mucho alcohol y música de Rock. Algunos invitados se pusieron a bailar y lanzar frases llenas de humos tanto lacrimógenos como festivos. De pronto, Galaz vuelve al festín, y grita preocupado lo siguiente: “¡Afuera están los pacos y quieren entrar inmediatamente!”. Todos quedamos helados (evidentemente Galaz estaba mintiendo). Pero así es Galaz; y también el inescrutable padre de Natalia.

 

En otra época se mezclaba el dolor con la risa, lo fúnebre con lo festivo, el odio con el amor, la memoria y el presente (también el olvido), los ritos fúnebres que invitan a tomarse la vida como si fuese una tragedia bufonesca que todos a la larga tendremos que padecer.

 

Con este texto cerramos una de las colaboraciones más entrañables para nosotros. Columnas que fueron realizadas por Guillermo y tipeadas –en su mayoría– por nuestro editor Antonio Urrutia. A pesar de no haber sido beneficiados con un fondo estatal al cual postulamos para poder financiar sus columnas, Machuca continuó su habitual entrega y el último tiempo nos confirmó que tenía ganas de dejarlas en un libro.

 

 


 

Tal como mencionamos en nuestra entrada en memoria de Guillermo Machuca 2 el 9 de junio del presente año, este texto fue la última columna que nos compartió el autor y que se encontraba en total exclusividad para Natalia Babarovic y para ser publicada en la revista. En aquel entonces, mencionamos que la futura publicación del último libro de Guillermo se haría con nuestra editorial, textos con los que aún contamos pero que con el transcurso de las semanas, nos fuimos enterando que paralelamente varios de los textos que se nos habían entregado habían sido ya editados y organizados entre el autor y la investigadora Vania Montgomery. Debido a la estrecha relación que la Editorial y el proyecto ÉCFRASIS tiene con la investigadora, como también un total desinterés en complejizar los procesos de publicación, hemos decidido como equipo apoyar y colaborar en lo que sea posible a la realización de dicho libro. Por lo cual, a través de este texto damos un cierre definitivo a las colaboraciones de Machuca con ÉCFRASIS, y ahora nosotros nos ponemos a disposición para ayudar en lo que sea requerido por su familia, amigos cercanos o la propia editora de la publicación.

Licenciado en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile (1984-1989), académico de distintas universidades y curador. Destaca en este ámbito su participación en la I Bienal de Arte Joven del Museo Nacional de Bellas Artes (1997) y en el envío chileno a la XXVI Bienal de São Paulo (2004), en Kent Explora Instalaciones (2002) y en la exposición Del otro lado, arte contemporáneo en Chile (2006, Centro Cultural Palacio La Moneda). Su obra ensayística ha sido publicada en importantes catálogos de exposiciones, compilaciones y en textos de investigación sobre arte contemporáneo, entre ellos Chile, cien años de artes visuales: entre modernidad y utopía; Cambio de aceite; Copiar el Edén, arte reciente en Chile; Remeciendo al Papa (textos de artes visuales), y Juegos de guerra.

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