Yo no juzgo, yo pelo

En estas semanas de emergencia sanitaria nacional y pandemia mundial, Guillermo Machuca, nuestro columnista ocasional y pelambrero ilustrado, se ha dedicado a preparar material de apoyo para la cátedra que habitualmente dicta en la Facultad de Artes de la Universidad de Chile, junto a un séquito de colaboradores especializados que lo asesoran  en el uso de plataformas virtuales.
Como uno de los últimos exponentes de la cultura moral republicana, Machuca ha resistido adaptarse a las tecnologías de la información y circulación de las imágenes, actitud estoica que sin embargo no le ha impedido mantenerse al tanto de la contingencia, incluso más allá de lo relativo a las artes visuales. Machuca fue al cine a ver Joker antes del “estallido social”, y a pesar del brote viral que actualmente afecta al país, se mantiene informado leyendo periódicos impresos que su conserje le deja a primera hora bajo la puerta de su departamento, cuidadosamente envueltos y sanitizados.
El aislamiento social le ha permitido avanzar en la escritura de su próximo libro (Todo blando, todo ruidoso), ya que el estado catástrofe impide la realización de eventos sociales, como aperturas de exposiciones de artes visuales y lanzamientos de libros (de los que Machuca es un parroquiano puntual e infaltable), lo que ha aumentado la cantidad de jornadas disponibles en su agenda semanal.
A modo de adelanto, compartiremos dos escritos que formarán parte de los capítulos de su libro. Con una singular y ácida pluma que lo caracterizan, junto a una factura literaria se mueve entre narrativa, ensayo, crónica y pelambre, Machuca relata dos retablos de época –con un intervalo de 16 años de distancia- de los que fue testigo directo y agente activo (se trata de pelambres de primera fuente).
El primero, situado en su época de estudiante universitario,  marcada por protestas, toques de queda, y una nutritiva vida bohemia de la que participaba con frecuencia, relata su experiencia en un curso que versaba sobre cultura y violencia, al que asistió de oyente en 1985, año académico que comenzó abruptamente con la circulación del llamado “Caso Degollados” en la prensa alternativa.
 El segundo (titulado Casa de cena) que publicaremos dentro de una semana, da cuenta de la supervivencia nocturna de los últimos años de la dictadura en plena transición a la democracia, a propósito de una reunión social con algunos de sus entonces estudiantes. El anécdota, aparentemente frívolo, intrascendente y –valga la redundancia-, anecdótico, es narrado virtuosamente por Machuca, en la medida de que su prosa vincula escenas discontinuas que convergen en el relato del imaginario cultural de un país cuyo destino está aún trazado por la inminencia  de un pasado que no ha sido del todo superado.

Guillermo Machuca, retrato a los 23 años, 1985. Fotografía de Claudia Puig. Craquelado por cortesía del autor.

 

I

Cuando estaba en segundo año en artes en la Universidad de Chile, tomé –de oyente– un curso en letras en Av. Larraín (donde se encontraba entonces). El profesor1 era un rozagante sujeto de unos sesenta años, con suspensores, camisa blanca a rayas, pantalones con pinzas hasta el comienzo de una respetable barriga, semi canoso, semi calvo, peinado a la maleza (pelo largo, dibujado, ralo) y una sonrisa huasonesca. El título de su ramo era, si mal no recuerdo, “La historia de la cultura a través de la circulación de la sangre”. La sangre, en aquel periodo, circulaba a raudales en sitios obscuros, clandestinos, policiales. Por tanto, no podría ser más provocativo dado el fragor político del momento (exilio, tortura, mutilaciones, gente vigilada y perseguida, discursos oficiales con aroma a guerra ganada de antemano). La sangre circulaba. Al igual que en las performances del periodo (Diamela Eltit, Raúl Zurita o Carlos Leppe).

 

II

La sangre estaba derramada; no bastaba con su historia en culturas pretéritas, de épocas que para mis compañeros resultaban arcaicas, inefables, antifamiliares: los hititas, los druidas, los hunos, los godos, los tártaros, los turcos, los celtas (algunos compañeros se quejaban de que no se diera la historia de la sangre de los incas, los mayas, los mapuches). La sangre se mezcla o desaparece; pero también se hace costra, deja su huella y cubre la superficie de muchos soportes. La sangre adquiere un peso simbólico a nivel religioso. A muchos –me incluyo– la sangre suele provocar nauseas, ganas de vomitar, provoca la imagen de un estado licuado, denso y espeso, incomparable, único, singular, lo que para algunos resulta atractivo, estimulante, un placer vampiresco (en el campo mucha gente toma ñachi como si fuese una droga), pero para otros resulta repulsivo como materia escatológica. Se sabe que la materia sanguínea puede ser sagrada: la sangre de Cristo o la sangre menstrual. En todo caso, su huella suele permanecer, como el vino, en los ropajes a pesar del uso de un detergente poderoso.

 

III

La primera clase del profesor semicalvo, de suspensores, zapatos perfectamente lustrados, camisas cuyas sobaqueras estaban –sobre todo entre marzo y julio­– húmedas, formando un perfecto redondeado acuoso que se hacía enteramente visible cuando gesticulaba levantando con fuerza ambos brazos; esta barriga, este sobaco acuoso, esa cara huasonesca, recuerdo que me provocaba un ataque de risa imparable ¿La razón? El singular profesor de la historia de la sangre nos advirtió de entrada lo siguiente: “yo no juzgo, yo pelo”. Mis compañeros  –aquellos carentes de humor– se miraron de forma teologal ¡Qué quería decir este viejo chiflado! Uno no va a la universidad a escuchar pelambres, uno va a estudiar (aunque muchos líderes políticos no lo hayan hecho nunca: han sido expertos en amasar una carrera política).

 

IV

“Yo no juzgo, yo pelo”. Para la época, no podría haber una frase más incorrecta a nivel político; el pelambre estaba reservado para la gente astuta e inteligente. Muchos de mis compañeros de entonces, asociaban el pelambre con el “sapeo”; la paranoia nos hacía creer que en todas partes había millones de agentes de la dictadura. Lo concreto es que la primera clase partió mal; el humor negro no estaba expedito para palear la gravedad de la atmósfera de una época obscura, llena de sombras, surcada por gente de gafas obscuras, bigotes ordinarios, y esposas o convivientes de vida, estrujadas, secas y vengativas. Sin embargo, la evolución o circulación de la sangre era expuesta, en este caso, con brillantez. Lo único concreto es que uno vive en un cuerpo lleno de sangre. Perderla supone una anemia que guarda un cierto parecido con el aura previo o un ataque de epilepsia (Artaud le llamaba “el desvanecimiento”). El discurso del sujeto sesentón, de camisa a rayas y suspensores, era ingenioso, documentado y erudito. Desde siempre, han existido estudiantes universitarios con labios fruncidos, sin humor, que miran a quien se expone públicamente como si fuese un loco de patio. Las quejas del alumnado aumentaron día a día. ¿Cómo era posible una historia a partir de la sangre?

 

V

En el transcurso del semestre, se produjeron ciertas movilizaciones encabezadas por alumnos disconformes, severos, siempre enojados y con la jeta sarcástica. ¿Cómo era posible una historia de la cultura a partir de la circulación de la sangre? Había que hacer algo. Con la sangre no se juega. Recuerdo que un alumno se mofaba del profesor con la sorna propia de un neonato que vive con sus padres, perfectamente alimentado y que jamás ha levantado un plato antes que su nana (antes les decían empleadas domésticas). Son los neonatos sin olfato. Yo pensaba, en aquella época, que no había algo más doloroso e inquietante (por lo nimio) que cortarse la piel con un papel delgado; nada más inquietante que ser sometido a una operación local; nada más desagradable que la evacuación licuada de un ataque de úlcera gástrica. Se trata de una sensación de desvanecimiento donde el cuerpo padece al punto de sufrir un desmayo o de ver una luz al final del túnel.

 

VI

En todo caso, la clase del excéntrico profesor semicalvo, de suspensores, de camisa blanca a rayas, regordete, pantalones con pinzas, mirada irónica y voz potente, con el tiempo me ha recordado algunos textos de un filósofo de apellido Cipolla. Este peculiar e ingenioso filósofo sostuvo que la estupidez humana era holística. Los idiotas estaban en todas partes y constituían una fuerza imposible de contener (la sufrieron insignes luminarias como da Vinci y Nietzsche). Ahí estaba la historia de la sangre: los idiotas expelen una bilis de un amarillo oscuro como el té; se juntan y destruyen a los incautos. Los idiotas son apatotados; solos nunca han producido un pensamiento luminoso.

 

VII

En todo caso, lo destacable del profesor de camisa a rayas, tiene que ver con el sentido del humor. Cipolla afirmó que la mayoría de los académicos universitarios, que vegetan en universidades tradicionales del mundo, eran unos imbéciles; los idiotas dominan el mundo; siempre terminan destruyendo a la gente noble y a los malvados (quienes reconocen que son finitos, los idiotas, en cambio, son infinitos en su soberana estupidez). Cipolla escribió textos notables acerca de la historia de la cultura a partir de cuestiones como la ingesta masiva de alcohol, las comidas sazonadas de especias de lugares remotos, como la pimienta (que enciende el eros). La pimienta encendía la calentura ­­–para Cipolla pudo haber incidido en la decadencia del imperio romano– y por tanto acrecentaba la falta de razonamiento orientado a la conservación del poder (un idiota sin poder es un idiota muerto).

 

VIII

El vino y la sangre; la sangre y la pimienta. También la estupidez humana y las hemorroides de traseros diseñados para la vigilancia. Mezcla explosiva. Para terminar, destaco una anécdota cargada de humor: durante una protesta estudiantil de aquella época, los representantes del centro de alumnos le solicitaron al profesor de suspensores –más bien, le exigieron– que suspendiera una clase a propósito de un día en el cual se homenajeaba un hecho político de relevancia histórica y también histriónica (énfasis típicos de masas enardecidas ). ¡No se podía estar haciendo clases! ¡Hablando de la circulación de la sangre en momentos que dicha materia ya estaba instalada en los confines oscuros de la dictadura! Los estudiantes –de ojos en blanco– que irrumpieron en la sala, se encontraron con una irónica interpelación de nuestro Cipolla chileno: “quieren que celebre el día de no sé qué, después vamos a celebrar el día del hollejo de la fruta, de la pepa, después de la fruta cocida, después de la papa, de la pepa y de la fruta comestible, después de ambas para comérselas ¿Cuándo habrá un día para celebrar la circulación de la sangre?”.

Hugo Cárdenas. Guillermo Machuca, óleo sobre papel, 48×36 cm, 1985. Cortesía del artista.

Licenciado en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile (1984-1989), académico de distintas universidades y curador. Destaca en este ámbito su participación en la I Bienal de Arte Joven del Museo Nacional de Bellas Artes (1997) y en el envío chileno a la XXVI Bienal de São Paulo (2004), en Kent Explora Instalaciones (2002) y en la exposición Del otro lado, arte contemporáneo en Chile (2006, Centro Cultural Palacio La Moneda). Su obra ensayística ha sido publicada en importantes catálogos de exposiciones, compilaciones y en textos de investigación sobre arte contemporáneo, entre ellos Chile, cien años de artes visuales: entre modernidad y utopía; Cambio de aceite; Copiar el Edén, arte reciente en Chile; Remeciendo al Papa (textos de artes visuales), y Juegos de guerra.

Comentarios

  • 21 Abril, 2020
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    margarita balmaceda

    Muy buen texto Machuca, me trae recuerdos de mis dias de estudiante y de lo que me gustaba asisitir a las clases de algunos buenos profesores que te hacian pensar y activar la materia gris y de todas maneras deberia haber un dia para celebrar ¨ La circulacion de la Sangre¨!

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