Algunas observaciones sobre la historiografía de la fotografía en relación al arte

En sus inicios, el deseo de buena parte de la naciente historiografía de la fotografía respecto a su relación con el arte fue de la mano del debate nacionalista, cuestión que no hace sino recordar la importancia de la concepción de los Estados Naciones en el contexto de la modernidad de comienzos del siglo XIX. En efecto, más de una decena de científicos a lo largo del mundo –en realidad de ciertos países, la mayoría europeos– reclamaron el invento de la fotografía luego de que en 1839 en Paris, el político, físico y astrónomo francés François Arago hiciera público el descubrimiento, atribuyendo dicho empresa inaugural no solo a su compatriota, Louis-Jacques-Mandé Daguerre, quien recibió por ello una recompensa de por vida, sino que más importante, y considerando el marco colonial del siglo XIX, a su nación: Francia.

Pero lo cierto es que ni Daguerre ni Joseph Nicéphore Niépce –a quien Daguerre “robara el invento” según han argumentado informes diferentes al de Arago– ni tampoco el inglés William Henry Fox Talbot realizaron el primer experimento fotográfico. Como han demostrado investigaciones recientes, Hércules Florence fue quien fijó por primera vez imágenes en una superficie sensible, y lo hizo a principios de los 1820 y no en Francia ni en Inglaterra sino que en Brasil, lugar al cual, como ocurrió con otros estados recientemente independizados o en vías de hacerlo respecto a las coronas española y portuguesa, llegaron muchos científicos y artistas europeos curiosos, llamados “exploradores”, a revisar la naturaleza y la cultura de aquella exóticas tierras del sur. Pero entrar en una discusión sobre la atribución del invento a un Estado Nación específico, es decir, intentar cambiar una geopolítica inaugural por otra aunque desde el marco teórico postcolonial, no haría sino sustituir un nombre: un país, por otro, ignorando entonces, y no sin pretensiones jerárquicas de suplantación, la simultaneidad con que dicho medio apareció en y a través del mundo. Este modelo otro de sustitución, entonces, significaría una vez más un proyecto más bien ligado al pensamiento lineal, progresista y universal de la modernidad, cuestión que espejearía la metodología y filosofía del famoso libro de Beaumont Newhall, The history of photography from 1839 to the present day (1964), aunque en el caso de Newhall, claro está, lo inaugural (ya sea en tanto al invento, a las exposiciones, a las publicaciones y/o los movimientos fotográficos tales como el pictorialismo o la fotografía directa, etc.) ocurre, y siempre de manera “natural”, solo en Occidente, considerando como Occidente a la Europa Occidental y a los Estados Unidos. Contrariamente a dicho proyecto basado en el reemplazo de una nación por otra y, por ende, centrado en la reproducción de la metodología moderna, una genealogía sobre la historiografía de la fotografía considerando la transversalidad del medio respecto a su relación con el arte podría, y en efecto lo ha hecho, abrir otros debates centrados justamente en dicha transversalidad, revisando por ejemplo la ausencia de lo vernáculo dentro de dicha genealogía. En este corto ensayo me referiré entonces a algunos ejemplos de dicha historiografía con el fin de plantear, al final, algunas preguntas sobre la fotografía vernácula que hoy, en la llamada era digital, hacen eco al problema estético que comenzó hace casi dos siglos: a la pregunta si la fotografía es, o no, parte de las artes visuales.

La histórica discusión sobre la fotografía y su pertenencia en las llamadas bellas artes o artes mayores comenzó durante la Monarquía de Julio en 1839, cuando Arago dio a conocer el invento; el daguerrotipo, en la cámara de diputados de París. La técnica del daguerrotipo, que había sido creada por Louis-Jacques-Mandé Daguerre asegurando mediante el nombre su fama y posteridad, se trataba de un dispositivo –un objeto– que producía un positivo con alto grado de detalle en una superficie de plata reflectante. De hecho, el mismo socio de Fox Talbot, el químico inglés John Herschel, viajó a París para verificar la calidad del invento de Daguerre, calificándolo, por su capacidad mimética respecto a la naturaleza, como superior que el calotipo. Y el calotipo, aquella “imagen bella” de múltiples copias con la que entonces experimentaban Fox Talbot y Herschel en Inglaterra, es decir, la técnica que antecede la particularidad misma de la fotografía que bien detectaba Benjamin respecto a la relación entre el arte, la reproductibilidad técnica y capitalismo, fue considerada en sus primeros años como inferior a su contraparte francesa, pues la “mala” calidad de la imagen en impresa en el papel sin diferencia “gradual de grises” impedía, como explicaba Herschel, la imitación tridimensional del mundo.

Al tiempo en que dicho debate entre la copia única mimética y las múltiples copias fallidas respecto a la imitación del mundo era pensado, al menos en la historiografía canónica, desde la superioridad del daguerrotipo, es decir, al tiempo en que se difundía el invento en el mundo social generando polémicas no solo respecto a la técnica sino que además a la nación descubridora de la fotografía, un considerable número de escritores intentaron formular una definición sobre el medio, inclinándose a favor o en contra de su discurso estético, es decir, de su lugar en el arte.  En Inglaterra, por ejemplo, a mediados del siglo IXX, Lady Elizabeth Eastlake escribió que la fotografía significaba “un relato pictórico verosímil”, pero que no obstante no podía ser considerada como arte 1. A su vez, en un texto anónimo de la época, un aficionado escribía que “lo fotográfico, en las mentes del público en general, era sinónimo pedante de exactitud, de selección ilógica y ausencia de imaginación en general. De hecho: anti-arte” 2.En esta misma línea de negación, Charles Baudelaire, que paradójicamente escribía en 1863 sobre la relación entre las multitudes y el pintor (hombre) moderno, a quien llamó flâneur, consideraba no adecuada la pretensión estética; artística, de la fotografía. En su famoso ensayo sobre lo anterior publicado en el contexto del Salón de París de 1859, el poeta expresaba su desprecio radical frente al medio, indicando que la “ubicuidad y abrumadora popularidad” que experimentaba la fotografía no eran sino factores que probaban su especificidad como “sirvienta” de las Bellas Artes. “Sirvienta” decía Baudelaire; un rol instrumental femenino que debía resistirse a “una sociedad inmunda que se precipitaba, como un solo Narciso, a contemplar la trivial imagen sobre el metal del Daguerrotipo” 3. Para Baudelaire entonces, podríamos deducir, solo mediante la subordinación de lo femenino podría la fotografía existir en el arte, tal como lo habían hecho los llamados Maestros del Renacimiento mediante la utilización de la cámara obscura o, también, como lo harían algunos pintores impresionistas, notablemente Edgard Degas, mediante el recorte fotográfico 4

Cuando la mirada de Baudelaire es bastante conocida no solo en la historiografía de la fotografía, sino que también en la de la modernidad, menos son las de otros críticos que, muchas veces también poetas, dedicaron sus escrituras a la definición del medio. Luego del inmediato éxito del daguerrotipo en los Estados Unidos, por ejemplo, Edgar Allan Poe se refirió tan pronto como en 1840 a la relación de la fotografía con las artes “mayores” con evidente entusiasmo. Entendiendo al daguerrotipo como la “representación potencialmente milagrosa de la era moderna”, Poe celebró a la fotografía no por sus características mecánicas, sino que por lo que él consideraba su “precisión mágica”; su capacidad de imitar el mundo mediante la luz 5. De esta manera, cuando Lady Elizabeth Eastlake parecía distanciar la mímesis pictórica –pero no por ello la pintura– con el arte, Poe se fijaba en la naturaleza como productora de su propia reproducción, cuestión que nos recuerda la etimología de la fotografía que precedió al daguerrotipo: la heliografía de Nicéphore Niépce y, además, el primer libro de impresiones fotográficas. Proviniendo ambos del griego, heliografía significa literalmente “dibujo del sol”, y el primer libro que recopiló imágenes fotográficas publicado por Talbot por primera vez en 1842 se llamó The pencil of nature; en español: El lápiz de la naturaleza. El sol y la naturaleza eran entonces quienes hacían a las fotografías existir y además fijarse, o desear fijarse como en el caso de la heliografía, en una superficie sensible y para siempre, y aquella idea de lo mágico en conexión con la técnica y la naturaleza fue celebrada por escritores como Poe.

Respecto al caso de la heliografía, a finales de los 1820 Daguerre, que sabía por el fabricador de lentes Charles Chavellier sobre los experimentos que Niépce estaba realizando para fijar de imágenes de la naturaleza mediante la luz, firmó un convenio de reciprocidad con su compatriota científico. De hecho, la primera fotografía, tal como la conocemos hoy, fue capturada por Niépce durante ocho horas de exposición en 1827, dos años antes de firmar su asociación con Daguerre. Titulada Vista desde la ventana en Le Gras, ésta imagen se conserva hoy en la colección Harry Ransom de la Universidad de Texas en Austin, y su procedimiento, que supuso la utilización de una cámara oscura y el empleo de diferentes materiales como soporte de sensibilizado, fue llamado por Niépce heliografía. Desestimando implícitamente el operador humano, o científico, y abogando en cambio por la agencia del sol, es decir, de la naturaleza, Niépce a finales de los 1820, así como el Británico Henry Fox Talbot en su famoso libro de principios de los 1840s, fueron un paso más allá del arte; de su producción netamente humana o tecnología, valorando –como demuestran sus etimologías– lo mágico en relación a la belleza. Creencia y magia, por un lado; tecnicidad y servidumbre, por el otro: o bien desde el poder de la naturaleza o desde la cultura de masas, los escritores del siglo IXX buscaron incansablemente modelos que, cuando no teóricos poéticos, pretendieron aliar o rechazar el espacio de la fotografía en tanto a arte.

Luego de más de un siglo y ya en la llamada postmodernidad, en efecto, la fotografía entró triunfalmente al arte luego de que en 1977 Douglas Crimp organizara la exposición Pictures en la galería Artists Space de Nueva York. Pero aun así resulta por lo menos extraño que la academia se resistiera a la inclusión de las discusiones sobre el medio fotográfico como arte, cuestión que no sucedió hasta la década de los noventa del siglo pasado 6. Como nos recuerda Douglas R. Nickel en su ensayo History of Photography: The State of Reaserch, publicado en 2001, a mediados de los 1980s, cuando Richard E. Spear reconoció en un número especial de Art Bulletin la crisis por la que pasaba la historia del arte respecto a la posibilidad de generar cualquier tipo de “contribución substantiva” al “resistirse” la disciplina a los “intercambios epistemológicos” entre las ciencias sociales, la historia y teoría de la fotografía, en efecto, no aparecían dentro de los temas de discusión. Según Nickel, “los temas fotográficos tenían como regla caer fuera del ámbito acostumbrado por Art Bulletin, considerándose más adecuados de abordar, y solo ocasionalmente, en las páginas del organismo secundario del College Art Association, el Art Journal, y no en una publicación más establecida como Art Bulletin7 Pero como adelantábamos más arriba, dicha inclusión, y triunfal, de la fotografía en el terreno de las artes elevadas o las bellas artes no ocurrió radicalmente con la llegada de lo digital a comienzos de los noventa o, mejor, con lo que se conoció entonces como la muerte de la fotografía, siendo el punto de partida de dicha “inclusión” la publicación en 1992 del libro de William J. Mitchell: The Reconfigured Eye, Visual Truth in the Post-Photographic Era 8

Mitchell planteaba entonces que la canónica idea de veracidad fotográfica (que se conoció como su ontología “indicial”) había sido radicalmente desafiada por la tecnología de las imágenes digitales manipuladas, resultando indistinguible reconocer entre las fotografías virtualmente alteradas de aquellas que, según el autor, corresponderían a las fotografías “reales”. De acuerdo o no con la idea de realidad fotográfica planteada por Mitchell (la reciente exposición, Faking It Manipulated Photography Before Photoshop, realizada en el Museo Metropolitan de Nueva York en 2012 demuestra su obvia desconformidad), a la pregunta sobre los nuevos potenciales problemas estéticos y éticos emanados del medio fotográfico en la era digital planteados por Mitchell se han sumado otras investigaciones académicas, como el notable trabajo de Jorge Ribalta y, en Chile, el reciente estudio sobre la fotografía de Rodrigo Zúñiga 9. Estas investigaciones se construyen no mediante el deseo de mapear una no identidad u ontología actualizada del medio, es decir, un discurso que reclame la ahora no autonomía de la fotografía. Más al contrario, estos trabajos parecieran indicar que la llamada muerte de la fotografía en la era de lo digital significa más la muerte de los discursos sobre lo “indicial” que la del mismo medio, como se pensara a principios de los noventa. Frente a esto nos podríamos preguntar: ¿significa la negación de la veracidad, de la transparencia fotográfica, una entrada más cómoda por parte de la fotografía a los lugares académicos más establecidos que se dedican a la publicación de la teoría y la historia del arte en una época que significativamente, y no sin contradicciones, celebra la pluralidad globalizada?; Y si es así, ¿por qué hasta la fecha la historia de la fotografía ha dejado fuera de sus márgenes a las fotografías vernáculas? Desde las instantáneas que proliferaron en el mundo luego de la implementación de la Brownie, la primera cámara fabricada por la empresa Kodak de George Eastman en el cambio del siglo pasado, hasta los álbumes fotográficos construidos por familias de todas las clases y las foto-esculturas mexicanas, éstos objetos abyectos de la fotografía, donde también entra el daguerrotipo (su morfología y espacialidad visual que no hacen sino probar su objetualizad más allá de la pura transparencia de la imagen reflectante que, como tal, solo se observa desde una cierta perspectiva respecto al cuerpo de la espectadora), han sido una y otra vez, desde los inicios de la fotografía y debido a la metodología obedientemente moderna con que se dio pie a sus debates, no cuestionados o problematizados o, si se quiere, rechazados pero aun así nombrados, sino que, más bien, ignorados como si no existieran para pensar, escribir, enseñar y difundir la historia de la fotografía. En efecto, es bastante reciente el hecho de que los libros sobre imágenes realizadas mediante el método de Daguerre incluyan en sus impresiones el aparato en sí mismo y no solo la imagen recortando toda huella de materialidad, aunque paradójicamente muchos de éstos retratos representan hombres, mujeres y niños sosteniendo en sus manos un daguerrotipo: una caja pequeña, íntimo y de diversos diseños: un espejo, un deseo, un objeto de consumo en sí mismo. Como se ha demostrado en los últimos años, los relatos canónicos sobre el medio, si se han fijado en la fotografía vernácula, lo han hecho siempre para recalcar su distancia frente a la fotografía como arte, por lo que cualquier tipo de imagen cotidiana, sin nombre u objetual se ha excluido de los debates en torno a dicha relación, la de la fotografía como arte y viceversa, como ha ocurrido, por ejemplo, con pictorialismo, las exposiciones en la Little Galleries de Alfred Stieglitz ubicadas en el ex taller de Steichen en la 5ta Avenida de Nueva York, o la famosa exposición Pictures curada por Crimp. Sin embargo, como iluminadamente ha notado recientemente el historiador de la fotografía Geoffrey Batchen, lo vernáculo es también colectivo, por lo que estas imágenes de morfología idiosincrática, que suponen una opacidad, volumen y presencia física en el mundo, más que ninguna otra va en contra de la historia del arte y los estilos, arruinando definitivamente la historia familiar de los Grandes Maestros 10  Según Batchen, los estudiosos del medio fotográfico han ignorado, y problemáticamente em el sentido catastrófico del término, las fotografías vernáculas porque, según explica, lidiar con ellas significaría revelar el artificio superficial del juicio histórico. De esta manera, para entender las historias de la fotografía y sus actuales formas diversas de circulación y representación desde una concepción no elitista del arte, como la entienden, entre muchos otros, postmarxistas como Allan Sekulla y John Tagg, pero también y a nivel más amplio críticos culturales en América Latina como Ticio Escobar, por ejemplo, una opción sería, primero, ir más allá de los recuentos nacionalistas y formalistas, preguntándose en cambio por qué ha sido rechazado, cómo y por qué. La pregunta sería entonces: ¿fue la transparencia e invisibilidad de la fotografía –su indicialidad y autonomía como mensaje sin código– y desde allí su posibilidad como arte ya sea en el periodo impresionista o conceptual, la que hizo que las historias de lo vernáculo fueran desplazadas más allá de los bordes, de los márgenes, en el lugar de la invisibilidad?; ¿Cómo podríamos pensar hoy, considerando la inmaterialidad que significan las incontables imágenes digitales capturadas por civiles al momento de los acontecimientos por teléfonos celulares, la historia marginal de la fotografía vernácula y su relación con el arte?

 

Florencia San Martín (Santiago, 1982) es candidata a doctora de sexto año del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Rutgers, donde se especializa en arte latinoamericano, pensamiento decolonial, estudios de memoria, e historia de la fotografía. Actualmente residente en el Smithsonian American Art Museum en Washington D.C como becaria Patricia and Phillip Frost, su investigación ha sido financiada por el Centro de Análisis Cultural de la Universidad de Rutgers (CCA); Becas Chile; el Cowdry Grant del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Rutgers; y la Beca CLAS del Departamento de Estudios Latinoamericanos de la misma institución. San Martín tiene un MFA (2012) en Escritura Creativa por la Universidad de Nueva York; y un BA (2006) en Artes con Mención en Artes Visuales por la Universidad Católica de Chile.

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