Nombrar lo político desde el cuerpo: reflexiones en torno a la obra de Mónica Mayer

“lo personal es político”, Kate Millet.

 

Todas las experiencias sensualistas exigen ser nombradas desde el cuerpo y la vida íntima. Como la petit mort, la experiencia estética exige involucrarnos de manera personal, es un ejercicio que, al igual que el nacimiento, emerge desde las entrañas para ver la luz. Debo de ser franca, en el caso del arte contemporáneo, no todas las piezas y artistas funcionan para lograr una correspondencia con nuestro cuerpo y nuestra biografía, o no de manera homogénea, pues cada espectador y su experiencia esperan y juzgan de manera distinta. La anterior aseveración poco tiene que ver con esa falsa y baladí idea de que el arte de nuestro tiempo no dice nada, no supone ninguna disciplina y no está hecho para cambiar nuestras ideas, sino en sí para conmovernos —como si el arte tuviera la primicia de tener alguna utilidad— tiene que ver únicamente con las piezas y artistas a los que dejamos entrar, quiénes nos colman hasta la lubricidad y se encarnan en nuestra percepción. Y entre estos artistas está el trabajo de la artista visual Mónica Mayer.

A lo largo de su carrera, Mónica Mayer (Ciudad de México, 1954) no solamente ha comprendido la importancia de nombrar aquellas zonas oscuras situadas dentro del quehacer artístico, sino de reflexionar y crear un vínculo fuerte y vital con aquellas áreas que se generan desde el interior de la experiencia cotidiana de cualquier persona. En su práctica revela aquellas depresiones, grietas y particularidades del cuerpo, el eterno elemento sobre el que desarrolla su estética. Sus piezas, —mayoritariamente performativas— elaboran una erótica de lo político:  incorporan a la experiencia el sensualismo in strictu sensu, pues provoca la lubricidad necesaria para abrir la percepción de los participantes hacia aquellos espacios y prácticas donde aún se cree que lo político no tiene lugar, tales como el sexo, la maternidad, las relaciones afectivas, la vejez o el duelo, por nombrar algunos. Dentro de cada intervención, una y otra vez resignifica el lugar de lo político, que como lo develan sus piezas, se encuentra en todos los rincones del cuerpo social.

Desde sus inicios, en la Escuela Nacional de Artes Plásticas de la UNAM, no sólo se planteó la búsqueda de nuevas formas para integrar al otro al centro del debate propuesto, sino además producir lenguajes que fueran capaces de visibilizar las distintas formas de injusticia y violencia que se generan en torno a las mujeres. Esta lucha ha sido una constante en el trabajo que data desde la mitad de la década de los setenta. Fuera de ser propuestas panfletarias que giran en torno a demandas políticas sintéticas, Mayer logró trasladar a su discurso de manera íntegra la idea que Kate Millet planteó en su libro de 1969 Sexual politics “lo personal es político”. En aquel momento —que sigue siendo el nuestro— las ideas de Millet funcionaron como cabeza para plantear la base del movimiento feminista radical en Estados Unidos a finales de la década de los sesenta. En él estipuló que la condición de las relaciones en el ámbito de lo privado y su efecto e inserción en el ámbito público, político sin más, tiene vinculaciones directas entre la diferencia sexual y las relaciones de poder que esta plantea; admite que las relaciones establecidas desde el ámbito familiar contienen un nivel político, pues al ser reproducidas mantienen el dominio del patriarcado en absolutamente todas las esferas que sostienen el constructo social. De ahí que utilicé el concepto de política para definir estas relaciones, pues la construcción y reproducción de las prácticas generadas desde el ámbito familiar —como la marcada diferencia de los sexos, la división del trabajo de acuerdo a esta diferencia, así como el control económico— conforman una cultura que legitima socialmente el sistema de opresión patriarcal y que deviene control político, no solamente en el espacio público, sino también en el privado. La propuesta de visibilizar los problemas que surgen desde la vida cotidiana de las mujeres tiene una profunda resonancia dentro del trabajo de Mónica, quien no sólo es precursora de la performance en México, sino también del arte feminista en América Latina.

Fiel a sí misma y a la lucha que ha mantenido en toda su vida, Mayer comienza a dialogar dentro de su práctica artística de manera orgánica con el feminismo, pero también con los retos y dudas que éste plantea. Como ella misma lo ha mencionado en diversos espacios, “cuando dudo hago performance” momento en el que instantáneamente visibiliza el hecho de que la relación que teje con el arte es esencialmente orgánica. Mediante la experiencia corporal, deja que emerjan toda clase de pulsiones que siempre encuentran un espacio y una participante dispuesta a derivar en la búsqueda de respuestas que, aunque no siempre llegan a buen puerto, siempre provocan más dudas y reflexiones que enriquecen la experiencia que deviene colectiva. En sus piezas recreadas desde el espacio privado e íntimo, Mayer sostiene toda clase de tensiones y cuestionamientos en torno a su lugar en el mundo como mujer, como artista, como hija, como pareja, como compañera de lucha y posteriormente como madre. Dichas pulsiones han logrado generar una carrera colmada de retos y una producción que no ha sucumbido ni siquiera a los cambios técnicos y/o estilísticos durante estas cuatro décadas.

Las tensiones que se suscitan dentro de su propio activismo y lo que observa en el cotidiano, las muestra desde sus primeros trabajos, donde reflexiona no solamente sobre las demandas que en ese momento la lucha feminista en México promovía, —el derecho al aborto libre y gratuito, la condición laboral— sino también sobre la estructura y organización del arte. De igual forma, las propuestas técnicas que desarrollará a lo largo del tiempo dejan su impronta desde este temprano momento de su desarrollo artístico. Es preciso decir que dentro de esta poética no solamente se encuentran los ecos del feminismo, sino también de sus maestrxs quienes dejaron una impronta en el desarrollo de su técnica como es el caso de la fotógrafa húngara Kati Horna de quién se observa un claro reconocimiento dentro de los fotomontajes de Mayer, así como de sus propias compañeras de lucha y procesos creativos, como Maris Bustamante, Karen Cordero, María Laura Rosa y sus compañeras en los Ángeles de A Social Art Network, y su pareja y cómplice Víctor Lerma,  con quienes ha formado un sinfín de proyectos y ha creado y reactivado buena parte de sus piezas. En ese sentido, no salta el hecho de que la exposición retrospectiva del trabajo de Mayer expuesta en julio del 2016 en el MUAC y titulada “Si tiene dudas pregunte” haya sido nombrada como retrocolectiva, pues como lo dice María Laura Rosa, el concepto da cuenta de la integración que existe entre el trabajo individual y colectivo que la artista ha concebido de manera pública y privada.

 

“Si tiene dudas pregunte” en MUAC, 2016

 

El uso de soportes bidimensionales tales como la gráfica, el dibujo, pintura y formas mixtas, así como tridimensionales y su obra conceptual, donde se encuentran inmersos el archivo, la experiencia performativa, instalaciones, la fotografía, documentos y obra sonora —por mencionar algunos— serán las rutas sobre las que desplace sus inquietudes. Ejemplo de ello es la creación del cartel para una de las primeras mesas redondas sobre arte feminista en la Academia de San Carlos en 1976, donde un puño en señal de lucha agarra un pincel en el centro del símbolo gráfico de la mujer. De esta forma, emblematiza de manera contundente esta reflexión —que a la fecha sigue siendo parteaguas en el trabajo de la artista— ya que interactúa gráfica y políticamente con las demás luchas sociales que, sin embargo parecieran que solamente hacen eco en las prácticas e ideas del cotidiano masculino. No obstante, la producción de la artista desde este momento ostenta la particularidad de que su trabajo nunca es un proceso en solitario. El interés por la situación social que vivían —y viven— las mujeres y las múltiples injusticias que la sociedad en general experimentaba en ese momento, ocupan un lugar preponderante en su estética y en el activismo del que siempre ha sido parte. Al paso del tiempo, el uso de la memoria y el archivo son una constante que se observa como una presencia viva a la que se integran fotografías de su participación en diversas manifestaciones a favor del aborto libre y gratuito, tomadas por su propio hermano o por el propio Víctor Lerma. Son escenas que muestran la pasión y el compromiso que comparte con su compañera de lucha, su madre Lilia Lucido y con todas las personas importantes dentro de su vida íntima y su obra. Estos elementos develan la poética de su trabajo: la constante unión entre el arte y la vida que da fuerza al resto de su obra.

Como lo analiza Karen Cordero en un texto que acompaña el catálogo de la exposición retrocolectiva, existe un esfuerzo por entretejer diversos elementos recolectados en su participación política, así como de escenas de su vida íntima con la creación de piezas que se fusionan de manera integral, además de resignificar cada momento y establecer un diálogo y una resonancia que muchas veces tiene un carácter emotivo en el espectador. Estas primeras imágenes más adelante serán incorporadas a las piezas Primero de diciembre 77 (1977) y Genealogías (1979) donde se observa la manera en que el rescate de fotografías y otro tipo de archivos como textos, piezas sonoras, diarios, y más recientemente blogs, se entretejen en un primer instante con técnicas bidimensionales como la gráfica, el dibujo y la acuarela, para dar lugar a una especie de técnica que va más allá del collage y que más bien plantea la importancia de generar piezas donde quede suspendida la experiencia vital en conjunto con la artística, al mismo tiempo que logra situar a la memoria como un dispositivo de lucha.

El trabajo de Mayer no sólo no es un trabajo en solitario por la participación activa de otros artistas y personajes en sus piezas y proyectos —sin contar el hecho de que la época en la que la artista realiza su trabajo es la de los grupos— sino porque el otro, el espectador, siempre tendrá un lugar particular. Más allá de su incidencia en el performance, cada pieza contempla un nivel discursivo que invita al debate y con ello desarticula la condición de otredad de la espectadora que también comparte las mismas preguntas, los mismos prejuicios y la misma violencia. En ese sentido, su propuesta plástica logra romper la frontera entre el mundo del arte y la vida cotidiana, entre la figura del artista y los espectadores que al final, terminan siendo también cómplices, compañeros de una lucha que sigue vigente. Al respecto puedo citar el caso de la pieza titulada El tendedero pieza que instala por primera vez en 1977 en el Museo de Arte Moderno y que ha reactivado en múltiples espacios y contextos para exponer y dialogar sobre las diversas formas de violencia que experimentan las mujeres de manera cotidiana. A través de un soporte que se liga directamente con el espacio femenino, invita a los participantes, sobre todo mujeres, a responder a preguntas y frases que dilucidan esta violencia. Actualmente esta pieza ha servido para visibilizar la violencia y el acoso hacia las mujeres en diversos espacios, incluso en los académicos.

No obstante, la propuesta de Mayer supone en su propia historia y acción un campo minado, no solamente por los temas que convoca, —además de los recursos y técnicas utilizados— sino porque este arte toma el espacio de lo político; y, como lo reconoce la historia, sus autores y detractores, todo arte político cuestiona su contexto y actores, pero también es cuestionable 1. Susan Buck Morss destaca el hecho de que el problema con el arte político se centra precisamente en el contexto, en lo que en ese momento denominamos como arte y lo que reconocemos como política revolucionaria, sus representantes y las ideas que exponen y contraponen. No es gratuito, por ejemplo, que en ciertas épocas los artistas y las piezas que se ensamblan en este discurso promulguen una especie de nicho donde incluso la propia crítica y la academia salvaguardan las propuestas estéticas que en muchas ocasiones se desdibujan con el desvelo de los cuerpos, con las acciones que cada tanto promueven nuevos lenguajes. De ahí que Buck Morss no solamente señale el caso de la vanguardia rusa como el momento epítome del arte político, cuando éste mostraba su valor de uso al transformar “la visión cotidiana de la vida a través de sus implicaciones socio-revolucionarias”, el problema se centra en el momento que la vanguardia cultural de la Unión Soviética crea una alianza con la vanguardia política, —suceso que enarbola el fracaso del movimiento—, pues al sostener la utilidad del arte al servicio del partido, fractura su condición política para dar paso a su carácter ideológico.

Desde luego que existen muchas propuestas donde se observa el germen de la vanguardia, sin embargo, un dilema crítico atraviesa esta condición. Por un lado existe el aspecto de autonomía frente a la producción, exposición y formas de consumo en el arte. Como lo mencioné líneas atrás, uno de los problemas que el arte político —y en sí todo el arte contemporáneo— es el hecho de que queda suspendido en un espacio de legitimación. La academia, la crítica y los espacios museísticos producen los mecanismos necesarios para proponer prácticas de consumo así como formas de producción y reproducción de estéticas y discursos, —en ese sentido, el lugar del mercado tiene un lugar preponderante, como podemos verlo en la mayoría de las propuestas— pues se percibe que sin estos apoyos —que desde luego consolidan la figura del artista—el poder que tiene una propuesta artística quedaría desdibujado del mapa del arte contemporáneo, y con ello, la propuesta de activación política. Sin embargo, si los apoyos son otorgados, si las piezas obtienen su lugar en el panorama artístico y mercantil donde el nivel de consumo socialmente lo supone todo ¿acaso ese mismo arte —que puede incluso defender las causas sociales más justas—no pierde su efecto político de facto? La propuesta estética de Mayer dialoga críticamente con ambas posturas, sus piezas plantean no sólo respuestas, sino formas de encarar la condición política desde una estética honesta y crítica que ha traspasado fronteras de toda clase. Su cuerpo expuesto en diversos formatos proponen una manera de entender la política revolucionaria.

En la práctica corporal queda una verdadera resignificación de la política revolucionaría. La literatura mexicana da cuenta de estos momentos tan emblemáticos donde el cuerpo hace resonancia con los ritos que aún se establecen dentro del eterno femenino, con autoras que encuentran su propia habitación y desde la cual establecen un contacto íntimo que nos llama a representar las anomalías, humedades, ausencias y consignas en su propio cuerpo enunciado. Así  Rosario Castellanos, Inés Arredondo, Margarita Villaseñor, y contemporáneamente Brenda Ríos, Maritza Buendía, Julieta Gamboa, Diana del Ángel, Marina Azahua y Jazmina Barrera desde distintas perspectivas y temporalidades resemantizan el rito cotidiano —como lo muestra la poesía de Margarita Villaseñor— de palpar y reconocer una corporalidad capaz de  establecer la necesidad de desgarrar lo sublime de su experiencia, donde constantemente la denuncia hace eco en los silencios poéticos. Aunque muchas de estas propuestas no deriven sobre las aguas del océano político, sus hallazgos e iluminaciones sobre la representación del cuerpo femenino conducen a un debate donde queda suspendida la máxima de “lo personal es político”, pero no sólo eso, encuentran una congruencia estética con la obra de Mónica Mayer, ya que el cuerpo representado desata una experiencia íntima, orgánica e integral con la pieza y con el momento histórico.

Como lo expresa Hélene Cixous “más cuerpo, por tanto más escritura” y esta consigna encuentra una congruencia absoluta con el trabajo que Mayer ha desarrollado desde el performance. Como la artista lo comenta “hago performance porque hay cosas que sólo se pueden decir a través de esta forma de pensar la vida”, —si pensamos que ya de por sí el performance es una forma de arte sumamente desafiante, pues nos encontramos con el artista y su cuerpo en vivo al centro del espacio que nos invita a ser partícipes— las acciones que ha desarrollado desde los setenta, en compañía por ejemplo de Suzanne Lacy y Leslie Labowits en el grupo del que formó parte en su estadía en los Ángeles, o con Maris Bustamente con quién formó el emblemático grupo de arte feminista “Polvo de gallina negra” a lo largo de una década y más adelante con Víctor Lerma con quien formó el grupo “Pinto mi raya” —que a la fecha sigue activo— dan cuenta de que el performance más que un soporte, es una estrategia política y una forma de estar en el mundo. En cada acción logra integrar su visión de la vida de cara a diversos procesos y problemáticas —la maternidad, la situación de pareja, la vejez, la violencia hacia las mujeres— con la condición de desarticular la posición del otro como espectador, situándolo muchas veces como actante. En la propuesta integra lo mismo un texto, —elemento que resalta el poder que da a la narración dentro de sus performances, pues en él instala el carácter imperante de la memoria para que la acción tenga el efecto deseado respecto a la articulación política— que acciones donde el humor y el debate al ser utilizados con destreza crean una condición liminal que muchas veces concluye en un lazo emotivo y sincero con la espectadora. Sin llegar al escándalo gratuito, los performances de Mayer y sus cómplices, desafían no sólo los formatos tradicionales, sino que en cada intervención se observa un desafío dentro de su propia manera de pensar el tiempo y espacio donde se lleva a cabo la acción, además de cuestionar dentro de su trabajo colectivo la idea del artista, el mito del trabajo individual y la economía que esto supone dentro del mundo del arte.

Nuestro tiempo es propicio para reflexionar en torno a los diversos movimientos feministas que se gestan por las diversas problemáticas que enfrenta la sociedad en general. No descarto que existen otras muchas propuestas que demuestran una congruencia estética de frente a la política, pero en la enunciación del cuerpo se encuentra el elemento donde se congregan no sólo las experiencias y tradiciones que han concertado disrupciones en la historia del arte, sino un espacio de intimidad y apertura que introduce al otro en un juego donde la regla es exponerse y enunciar de manera conjunta el desgarro, el gozo y la angustia de un cuerpo que aun en la ausencia —como lo demuestran algunas piezas que se unen a experiencias de violencia de género o de Estado donde son enunciados los cuerpos ausentes—pervive en la memoria. Mónica Mayer concreta una ética de la estética ya que de manera natural sitúa una revolución política, que en muchas ocasiones ha llegado incluso a escandalizar ante los quiebres simbólicos que propone en cada pieza y acción.

La propuesta de Mónica Mayer la entiendo como un collage de escenas que  resignifican la contundencia de ser mujer, experiencias que mantienen no solamente una resonancia en la vida pública, sino sobre todo en la vida privada de los tejedores de la trama social. Esta resignificación necesariamente induce a una ruptura en todos los sentidos, una plataforma política que promueve constantemente el diálogo y la reflexión entorno a lo que somos y al cambio tan necesario en todas las épocas. Su obra demuestra que ante las grandes demandas y los profundos pozos de injusticia que observamos en cualquier planicie, en los intersticios que se observan en esos espacios de magnitudes exorbitantes, son producidas formas de vida cuyo valor para la comprensión de los grandes fenómenos resultan imprescindibles si es que se quiere navegar a ese cambio, que desde luego deviene trauma, como toda mudanza, como todo proceso límite. A fin de cuentas, eso es una revolución: una transgresión sumamente orgánica que se abre lugar desde el cuerpo y que articula una fuerza capaz de estremecer, de inundar y dar luz a cualquier voz que se decida a parar el orden establecido.

*Texto publicado en el suplemento Tiempo en la casa de la revista Casa del tiempo número 32, correspondiente al mes de septiembre de 2016, México.

**Agradecimientos especiales a Jesús Francisco Conde de Arriaga (Editor de Casa del tiempo) y al MUAC por los registros fotográficos.

Escritora/Investigadora/Crítica/Profesora/ Estudió la licenciatura en sociología en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán de la UNAM y la maestría en Estudios latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En 2010 realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires en el departamento de antropología de la Facultad de Filosofía. Ha publicado artículos y reseñas en revistas como Este País, Pliego 16, Fundación, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad. Fue becaria de la Fundación para las Letras mexicanas, en el área de ensayo, durante los periodos 2011-2012 y 2012-2013. Impartió clases en la UAM-Iztapalapa y UAM-Azcapotzalco en el departamento de sociología. Actualmente está por terminar el doctorado en sociología por la UAM-A y prepara su tesis doctoral sobre sociología del arte contemporáneo en México. Sus líneas de investigación son teoría sociológica, sociología del arte, estudios de las vanguardias y posvanguardias, estudios urbanos, procesos culturales y artísticos, arte contemporáneo y corporalidades.

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