La Madona del arte chileno
IN MEMORIAM
Ana Luisa Riquelme
En 1982, Gonzalo Díaz Cuevas expuso por primera vez Historia sentimental de la pintura chilena; la emblemática pieza del Premio Nacional de Arte (2003) inauguró su característico sello –prácticamente, su firma de autor– sobre un amplio pliego de papel encerado: la mujer holandesa anclada al logotipo del popular detergente Klenzo (ítem indispensable de la canasta familiar básica distribuida por el gobierno de la Unidad Popular, cuyo triunfo cumple 50 años durante los próximos meses).
En algunas conversaciones con diversos intelectuales locales –desde el televisivo Cristián Warnken, al arciano Federico Galende–, Díaz ha señalado la pertinencia iconográfica de la dama del Klenzo, en un título tan ambicioso y categórico al momento de definir el derrotero histórico de la pintura nacional. Historia sentimental de la pintura chilena comenzó a gestarse (a ser “soñada”, como Díaz define el momento detonante de su creación), durante su estadía como becario en la Università Internazionale dell’Arte, en Florencia.
Estando en Italia, mientras la Facultad de Artes de su alma máter era asediada por el control de militares (incluso un ingeniero agrónomo) con nula sensibilidad artística, Díaz pudo presenciar directamente las obras maestras de la pintura renacentista, a las que siendo estudiante de la Universidad de Chile solo pudo acceder a través de diapositivas y libros con imágenes en blanco y negro, que sacrificaban la riqueza cromática de aquellos baluartes de la cultura occidental.
La desterritorialización pictórica de Díaz le permitió establecer el siguiente axioma, que diferenciaría a la (breve) historia de la pintura chilena, con la tradición europea calcada a destiempo por la pintura académica local: a diferencia de su precedente occidental, la pintura chilena carece de la persistencia de un equivalente a la Madona renacentista; he ahí la (im)pertinencia de la Madona del Klenzo –que además es holandesa, no chilena– en una Historia sentimental de la pintura chilena.
Siendo tajante, e incluso lapidario (la afirmación recuerda al clásico tópico de la muerte de la pintura), el artista fue certero en su edicto. Considerando que obtuvo su grado de Licenciado en Arte a fines de los ‘60, la carencia de la mencionada figura constitutiva de la tradición pictórica en aquella etapa de la formación académica del arte chileno, difícilmente puede ser rebatida hasta por el más escéptico de los estudiantes.
Recordemos que el origen del actual Departamento de Artes Visuales de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile se sitúa en los albores del cincuentenario de la Independencia de la Nación, con la creación de una Academia de Pintura de corte Neoclásico (tardío). En ese sentido, la sucesora Escuela de Bellas Artes aún adolecía de las matrices formativas de la copia al modelo europeo, entre ellas la práctica del dibujo de figura humana a través de modelos escultóricos importados.
Díaz comenzó sus estudios académicos en 1965, siendo alumno de Adolfo Couve, quien a su vez fue alumno (y ayudante) del pintor Augusto Eguiluz, quien fuera discípulo de Juan Francisco González, este último recomendado por don Pedro Lira, quien se gradúo en la Academia de Pintura dirigida por el pintor napolitano Alejandro Cicarelli. Gonzalo Díaz finalizó su Licenciatura en 1969. Ese año ingresó una nueva funcionaria extra-académica al plantel, para desempeñar labores de modelo de figura humana: Ana Luisa “Luchita” Riquelme.
Hace 25 años, Carlos Arias Vicuña se encuentra trabajando en una obra inconclusa, que ha sido exhibida en múltiples ocasiones, pese a su incompletitud (el resultado final está supeditado a la vida y muerte del artista). Sobre el imaginario testimonial de esta obra (Jornadas, 1995 – ), Cuauhtémoc Medina –curador y crítico mexicano– ha señalado que se trata de una:
“Mezcla de autorretratos en varias posiciones, ríos de palabras, listas de nombres de amigos, artistas, críticos y curadores muertos que han definido la vida de Arias, bitácora de los lugares donde el artista ha viajado y del itinerario de exhibición de la obra misma, el lienzo es un auténtico ensamblaje de tareas sucesivas, una obra de arte que más que ambicionar a la unidad del objeto definitivo, está –como la vida– abierta y vigente en tanto uno no pueda siquiera sugerir un punto final”.
El pasado lunes 1 de junio falleció Ana Luisa Riquelme, quien posara desnuda para 50 generaciones de egresados de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Junto a los recientes fallecimientos de Néstor Olhagaray y Gracia Barrios (cuyos nombres fueron hilvanados en la superficie textil de Jornadas) Ana Luisa Riquelme se incorporó en imagen y palabra al bordado de Arias, para lo que el artista recurrió a un ejercicio de dibujo que realizó en 1985, cuando fue estudiante del taller de Patricia Vargas.
De esa manera, la memoria de Ana Luisa Riquelme no solo es puesta en equivalencia a la de grandes figuras –maestras, maestros, y artistas–, cuyos legados viven en los recuerdos de Arias; sino que también democratiza la escala de valores jerárquicos que invisibilizan los oficios menores en el campo del arte. Luchita, una “simple” modelo (y por tanto, trabajadora del arte) es tan relevante como un Rodolfo Opazo, una Delia del Carril, o un Pedro Lemebel, a quienes también se rindió un merecido homenaje en esta obra.
A propósito de la muerte de Ana Luisa Riquelme, Carlos Arias revierte la sentencia de Gonzalo Díaz en su Historia sentimental de la pintura chilena, al decretar que su tradición carecía de un equivalente a la Madona renacentista. El artista re-escribe la historia (su historia) del arte, reivindicando la importancia de las labores minoritarias asociadas al género.
Luchita no es un mero nombre inscrito en el listado interminable de muertes en el bordado de Arias, tampoco es simplemente la modelo desnuda de la sede Las Encinas de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile. Ana Luisa Riquelme restituye la posibilidad suspendida en la Historia sentimental de la pintura chilena: Luchita es la Madona del arte chileno.
Paula Donoso
me acuerdo cuando el Cojo le pedía trabajos de desnudos a sus alumnas y corroboraba con fotos, cochino culiao. cuantos secretos se llevó la luchita