Oligarquía y prostitución (telenovelas de arte y política en pandemia)

“¿Qué es el arte? Prostitución”.

Charles Baudelaire.

 

 

Recuerdo que cuando iba en séptimo básico, fui al cine a ver Subterra (en el año de su estreno), en el contexto de un paseo escolar con propósitos culturales. Aprovechando la unidad de literatura chilena naturalista (en la que debíamos leer a Baldomero Lillo), la profesora de Lenguaje y Comunicación – a quién apodábamos tiernamente como “Tía Charito”, por su parecido a la actriz Andrea Freund-, consiguió los permisos institucionales correspondientes para acarrearnos junto al curso paralelo (el “B”), al Cine Hoyts la Reina.

Entre ambos grupos (alrededor de 60 personas) de amistades, compañerismos y enemistades (por lo general, los cursos paralelos rivalizan), conformábamos prácticamente la totalidad del público de una sala del primer piso, salvo por una pareja adulta que decidió hacerse de la primera fila. La mayoría (salvo los más nerds, y feos o gordos como uno), no prestó mayor atención a la trama; en su lugar optó obscenamente por aprovechar la oscuridad del cine para iniciar sus primeros acercamientos sexoafectivos, o actitudes más insolentes con el séptimo arte, como por ejemplo, arrojarse cabritas (maíz inflado, pop corn) entre amistades, celos y rivalidades (algunas de esas cabritas fueron a parar directamente a las butacas de la pareja adulta).

Todo lo anterior en una etapa de desarrollo hormonal y psicológico altamente coyuntural, que deriva en el desenfreno de impulsos sexuales, también de actitudes violentas y jocosas, muchas de ellas de una gravedad menor (cabros pelusas que lanzan cabritas), y otras de un nivel preocupante (yo mismo me arrepiento hasta el día de hoy de haber sido responsable de un par de ellas). Lo cierto, es que en la antesala de la adolescencia podemos ser personas muy crueles y calientes.

Aquel preámbulo lo uso como antesala para relatar el siguiente anécdota: hubo un único y álgido momento de la película, en el que transversalmente (los ñoños, los winner, cabras y cabros pelusas, deportistas y porristas agraciadas físicamente), nos logramos concentrar en la pantalla, gracias a la connotación sexual de una de las escenas más inolvidables filmadas por Marcelo Ferrari, protagonizada por una joven Berta Lasala (adrenalínica “reina de la noche”, musa del guionista Pablo Illanes) y un veterano Ernesto Malbrán (el cura rojo de Machuca dirigida por Andrés Wood, cuyo título recuerda al apellido de nuestro finado mentor).

Subterra, 2003. Dir: M. Ferrari.

 

Lasala encarnaba a una prostituta de orígenes proletarios (dedicados a la extracción de carbón en Lota, en el lúgubre “Chiflón del diablo”), que ofrecía sus redondas y perfumadas pechugas a Mr. Davis (administrador de la empresa carbonífera interpretado por Malbrán). El patrón toqueteaba extasiado los recovecos corporales de la meretriz, mientras ella con remordimiento, simulaba el placer cínico de un orgasmo con el único propósito de hacerse de un par de invaluables billetes para ella, e insignificantes para el (como en las salitreras, el comercio era regulado a través de fichas que solo eran canjeables dentro del hermetismo de los propios sistemas feudales).

Todo el público escolar (me incluyo) del Cine Hoyts La Reina quedó atónito ante el erotismo perverso desencadenado en ese momento, no fuimos capaces de contener nuestra fascinación preadolescente, y vociferamos todo tipo de frases cochinas, improperios, y sonidos guturales para manifestar nuestra sexualidad contenida en el control y la vigilancia de las aulas manuelsalinas. Nuestra vulgaridad provinciana (poco británica, como los orígenes del personaje de Malbrán), ofendió de sobremanera a la pareja heterosexual de adultos mojigatos que se sentaron en primera fila, quienes al día siguiente publicaron un reclamo formal en la sección de cartas al director, en un conocido tabloide capitalino.

Al día siguiente nuestra profesora jefe -quien estaba a cargo de la asignatura de Inglés, lengua madre del neoliberalismo, que reemplazo al francés impartido a nuestros abuelos-, a quien nombrábamos cruelmente como “La champona” (su aspecto originario nos resultaba jocoso en contraste a su amor por la anglocultura), nos enfrentó por nuestra infantil impertinencia: ¡Cómo es posible que señoritas y caballeros formados en un Liceo Experimental de la trayectoria histórica del Manuel de Salas, aparezcan de esa manera en el comidillo matutino de circulación pública! No lo logro recordar nítidamente, pero probablemente aparentamos arrepentimiento, para después irnos a recreo a festinar con la siutiquería y el arribismo de la docente.

Pampa Ilusión, 2001. Dir: V. Sabatini.

Observando la escena con distancia, no me cabe duda que la culpa fue de “La champona” (quizás de la profesora de Lenguaje, sin embargo pienso que lo hizo a propósito para obligarnos a madurar). Si lo primordial era mantener la compostura, de ninguna manera se trataba de una película apropiada para nuestra etapa de crecimiento emocional, cuestión que también pongo en duda ya que el tema no nos resultaba para nada poco familiar. Dos años antes, siendo aún más inmaduros vimos la telenovela Pampa Ilusión, mientras nos servíamos la once-comida con nuestras familias. El guión escrito por Víctor Carrasco y dirigido por Vicente Sabatini, escenificado en la fantasma salitrera de Humberstone (ubicada en la región de Tarapacá), también consideraba a prostitutas, cafiches y empresarios en su elenco, a pesar del horario familiar de su transmisión. Eso comprueba que nunca fuimos inocentes, y que por lo mismo… inocentes no somos.

Últimamente, con algunas amistades más o menos cercanas, hemos comentado lo delirante que se ha vuelto la escena artística durante el último tiempo. Personalmente, he caracterizado ese delirio como una salitrera, en la que a punta de precarización, fichas de cambio, favores, amigos y colegas que nos dejan, tiempos medievales, y prostitución, hemos logrado sobrellevar nuestras vidas ante la violencia del poder.

Hace pocas horas me informaron que un querido amigo –José Carlos Henríquez, escritor, activista y prostituto- , a quién conocí al año siguiente de terminar el cuarto año medio, se refirió en redes sociales a su relación comercial con Enrique Paris, recién nombrado Ministro de Salud, quien en más de una oportunidad ha pagado por los servicios sexuales de José Carlos, y quizás de cuantos putos baratos más.

Jaime Mañalich, 2020.Simultáneamente, en la misma plataforma virtual, veo la publicación de un connotado coleccionista chileno de arte contemporáneo, que se vincula al mismo hecho (cartera ejecutiva de Salud), quién rendía un agradecido homenaje a Jaime Mañalich; no se entiende si es una ironía de mal gusto (agradeciéndole por su renuncia), o una sentida gratitud (por su gestión). En otra fotografía publicada por el popular y respetado mecenas (tal vez temido), se lo puede ver posando sonriente junto a un par de gestores culturales que han organizado exposiciones en un inmueble patrimonial (propiedad de su familia, en la comuna de El Monte), junto a un joven curador, de pujante y ambiciosa trayectoria en el mercado del arte.

Del último gran amigo del coleccionista, se pueden destacar sus importantes proyectos curatoriales, que han planteado ideas revisionistas sobre la historia artística y política comprendida entre 1960 y 1973, a través de museografías dinámicas que incorporan el legado de grandes artistas del pasado utópico, con los trabajos de jóvenes que (según su criterio) serían homologables en la actualidad al espíritu jovial y revolucionario de figuras de la talla de Gracia Barrios, Valentina Cruz, José Balmes o el mismísimo Nemesio Antúnez, a quien el año pasado se le rindió un homenaje en el MNBA y el MAC.

 

Primavera de la juventud. Curatoría de Matías Allende, 2017.

En ese sentido, sin lugar a dudas se trata de curatorías didácticas y renovadoras en el campo; ya que su objetivo principal consiste en explicarles la historia de su país a coleccionistas de derecha (insensibles e ignorantes), cuyos bolsillos se resisten a pagar por clásicos del período en cuestión. De lo último se desprende el objetivo secundario, apitutar a los amigos cuicos para que sus trabajos (baratos), sustituyan el vacío fetichista inagotable por coleccionar piezas emblemáticas. Para la economía doméstica es más conveniente una lata de jurel tipo salmón que una sopa de tomate Campbell’s.

La mayoría de los jóvenes artistas que se ha tenido que prestar para aquellas maniobras, provienen de las escuelas de arte de la PUC -y secundariamente, de la Universidad Finis Terrae-, donde el curador revisionista ha logrado establecer buenas migas y buenas redes de colaboración. De ese modo, los indudables alcances de su labor han logrado posicionar los trabajos de aquellas promisorias carreras en el aún incipiente mercado del arte local, por ejemplo, a través de la adquisición de obras en la colección del mencionado mecenas.

Cabe destacar, que pese a la gran presencia de artistas egresados de universidades confesionales y privadas en la colección Ca.Sa (con obras francamente insustanciales, que no lograrán pasar a la historia más que como un dato anecdótico de la frivolidad del momento), resaltan algunas propuestas críticas de gran densidad y potencial de insurrección (lamentablemente opacado en una colección fetichista de las mercancías culturales). Sin embargo, el fascismo alegre y consagratorio del coleccionismo privado, obstruye la potencialidad del valor simbólico de su acervo, o bien revela la ceguera política de sus custodios. Un coleccionista de arte contemporáneo que agradece públicamente a Jaime Mañalich por su gestión ministerial, no está a la altura de merecer una colección de ese nivel. Debería someterse a clases obligatorias de historia de su país, porque a todas luces es incapaz de respirar y comprender el espíritu de algunas de las piezas de su colección. ¿De que sirve acumular obras de arte críticas y políticas en una colección neofascista? Para sostener que mi opción política de derecha extrema “acepta” e “incluye” a la diversidad.

El delirio neoliberal y salitrero que caracteriza a la relación entre arte y política, me recuerda insoslayablemente a la conversación que Federico Galende sostuvo con Nelly Richard en Filtraciones, en la medida de que esta pandemia que no acaba nunca ha evidenciado el aparente triunfo planetario del neofascismo (pareciera que las únicas alternativas son la rendición, o el cinismo prostibulario). De esa conversación se desprende una idea fundamental, que quizás acopla lo sustancial de las discusiones sobre arte y política en las últimas seis décadas de historia local; la cuestión se trata primordialmente de pensar en estrategias para desviar el fascismo (a propósito de las resonancias locales a Walter Benjamin).

La pregunta por el futuro (aunque cada vez más cueste imaginarlo de otras maneras a la distopía provinciana, plebeya y prostituta), es urgente de pensar. Ay de aquel que ose lanzar la primera piedra sobre María Magdalena. Aunque de manera desenfadada y honesta, lo más sano es asumir que en estos difíciles momentos, todos somos prostitutas o cafiches que promiscuamente nos vendemos al mejor postor, no podemos seguir en la comodidad de pensar en eso como un eterno destino.

 

 

Antonio Urrutia Luxoro (Santiago de Chile, 1991) Curador, editor e investigador independiente. Estudiante del Magíster en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile y egresado de la Licenciatura en Estética de la UC, donde también se desempeña como ayudante de cátedra en cursos de la línea de Historia del arte. Ha expuesto en congresos y encuentros académicos en Chile, Argentina y México. Sus textos han sido publicados en libros compilatorios, memorias de congresos y revistas online. Ha curado exposiciones individuales y colectivas; entre ellas Cuerpos Cavernosos, ¡He aquí el hombre!, Androdecadencias, y la 3era versión de FAE Festival de Arte Erótico. Actualmente trabaja como asesor curatorial en la galería Factoría Santa Rosa y como editor en Écfrasis, Estudios críticos de arte y cultura contemporánea.

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