La dignidad de las máquinas: Sobre el proyecto “Una tonelada de lluvia” de Daniel Reyes León

Por encarnar tan fielmente la esencia de la técnica, es probable que varias imágenes anacrónicas, utópicas y distópicas, se nos vengan a la cabeza al pensar la máquina. Detenerse hoy a observar una, sin embargo, da otras percepciones y sensaciones. Uso estas dos palabras porque para pensar ciertas obras parece mejor hacer de ese determinado repertorio crítico de la razón instrumental, un camino de ida y vuelta (y no solo de ida): observar una máquina hoy, tal vez pase menos por repasar ese amplio repertorio –porque el problema del proyecto moderno como “pecado original de Occidente”, para usar la frase de Andreas Huyssen, nos aplasta–, y más por distinguir en la experiencia un susurro de algo de otro carácter.

En “La tonelada de lluvia” tenemos ante nosotros una máquina concebida en su sentido más ortodoxo. Esto es, planificada y construida a precisión de una finalidad, que es hacernos visible el agua del espacio, solidificando la humedad alrededor de ella. Desde la perspectiva de su función, la obra está operando en una dimensión físico atmosférica fuera de nosotros, y a pesar de nosotros, que solo pertenece de hecho a la rústica inteligencia de la máquina. Bajo ella su propio reflejo en la piscina de agua –de la misma que cae condensada a la velocidad de la temperatura de la sala– genera también un sistema cerrado. Ella y su imagen paralela.

Otras dos instalaciones la acompañan, la función de estas es fijar cada una la tensión entre una placa metálica y un imán. Los dos respectivos imanes son sujetados contra la tracción hacia las planchas sobre ellos, manteniéndose en suspensión. Este par de instalaciones busca nuevamente hacer visible, ahora, un fenómeno magnético. En realidad, la obra es el campo magnético teatralizado, lo que hace doblemente honor a su nombre: “La ausencia”.

Los límites materiales de estas obras, entonces, dependerán de nuestra definición de espacio, materia y, si lo permitimos, de naturaleza. Causa y consecuencia de un ciclo vital una, de una fuerza invisible la otra, ambos sistemas se perciben igualmente autosuficientes ¿Hay aquí realmente una tensión entre lo natural y lo artificial? Contra las expectativas de un ojo apocalíptico, no la hay. No hay conflicto entre los elementos presentes porque no están en ningún nivel en confrontación. Hay de hecho una convivencia silenciosa y pacífica.

En la primera, sin embargo, pareciera que algo en un punto no está funcionando “del todo bien”. El hielo se acumula formando una capa deforme, que puede colapsar, haciendo aparecer a la máquina a través de su mecanismo. Una pregunta por la falla intencional se escenifica en virtud de una otra relación con los universos presentes: el natural y el artificial.

Dentro del repertorio de Daniel Reyes León el dato del paisaje natural es una constante tanto como el construir máquinas que expongan su absurdo ¿Es el agua realmente el dato –metafórico– del paisaje natural? ¿Cómo se nos da acá esa constante del artista de procurar una marca en el paisaje? Si la falla es la marca en el paisaje, el escenario para una discontinuidad, tenemos por lo menos dos cosas.

Por un lado, una idea más específica de naturaleza se declara. A veces el paisaje natural, dice Marc Augé, logra hacer perder en las cosas la marca de lo humano y, retornadas a su condición materia, son devueltas al tiempo puro de la naturaleza: esa continuidad sin historia, fuera del tiempo de los hombres. 1. La máquina es entonces un vector necesario en este ejercicio de marcar antropológicamente al agua, que continúa su existencia y flujo independientemente de nosotros. El agua aquí aparece entonces más como esa idea de lo inhumano que Augé exponía. A veces no la vemos pero ahí está, la misma, y ha estado, literalmente, desde siempre, antes que nosotros. Lo único que nos la “devuelve” en esta escena es la máquina.

Por otro, el recuerdo de las marcas en el paisaje en el sentido de algunas obras minimalista. Existe un vínculo entre las ideas de Robert Smithson sobre los “nuevos monumentos” y piezas como las de Daniel Reyes León. Esos “monumentos entrópicos” que justificaban la continuidad de las formas vacías en el espacio, ilustrativos de lo que Pamela Lee llamó el efecto “cronofóbico” de la carrera tecnológica global de esos años. Un vínculo que piensa la materia y el tiempo-espacio que la contiene y la pierde a la vez. Un vínculo formal, por otro lado, entre estas piezas y las esculturas minimalistas es apenas una anécdota y una casualidad.

¿Una dignidad histórica para la máquina? Ello también depende de cómo queramos leer aquí la “estética industrial”: Augé hablaba justamente de ruinas cuando daba aquella definición de la naturaleza. Las ruinas, dice, tienen una misión pedagógica ante esa versión panteísta del tiempo absoluto y puro, sin hombres. La idea de una dignidad histórica para las máquinas quizás solo sería posible desde una versión de ellas como ruinas pedagógicas ¿Hay algo más que viene con ellas buscando ser incorporado en la historia que debamos escuchar? ¿Algo que solo la máquina deja más claro sobre la condición humana? ¿La logran amparar espíritus románticos y minimalistas simultáneamente? Podemos imaginarnos estas piezas en una sala de algún museo en un futuro lejano, descansando bajo una estructura de acrílico y una luz tenue. Pero este museo sería un museo histórico a secas, no de ciencias. Una frase como Alegorías del hombre moderno aparecería inscrita en la entrada de la sala.

Notas al pie

  1. AUGE, Marc. El Tiempo en ruinas. Barcelona: Editorial Gedisa, 2003. p. 51-52.

(Chile, 1987) Curadora, editora e investigadora independiente. Magíster (c) en História e crítica da arte (PPGAV-EBA) en la Universidade Federal do Rio de Janeiro y Licenciada en Teoría e historia del arte en la Universidad de Chile. Ha participado y desarrollado diversos proyectos y publicaciones sobre arte contemporáneo chileno y latinoamericano.

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