Casa de Cena
Luego de publicar su última columna para Écfrasis, Guillermo Machuca no ha sufrido mayores cambios en su rutina, ad portas de cumplir su segunda semana de cuarentena obligatoria en la comuna de Ñuñoa. Pese a las adversidades, ha logrado sobrellevar el encierro ingeniosamente, con la jovialidad que siempre lo ha caracterizado.
Por lo pronto, le preocupa la escasez de tinta para impresoras que actualmente mantiene aproblemado a su conserje (el mismo que religiosamente le deja sus lecturas matinales cuidadosamente selladas y sanitizadas por debajo de la puerta), cuestión que le ha impedido realizar las gestiones electrónicas correspondientes para solicitar permisos transitorios de circulación, con el propósito de abastecerse de los insumos necesarios para capear el aislamiento.
Sin embargo, Machuca ha sabido arreglárselas con astucia para evadir los exhaustivos controles policiales a los que se expone al no contar con la autorización pertinente, convirtiéndose en todo un maestro del disfraz y el maquillaje: delantales quirúrgicos, trajes de bombero, uniformes militares, sotanas de párroco, e incluso unos vestidos y pelucas que consigue informalmente (vaya uno a saber dónde), conforman parte del arsenal de indumentarias que lo mantienen inmune a la vigilancia y el castigo.
Su actitud desfachatada ante las prohibiciones del actual estado de catástrofe, se complementa con un optimismo ante el destino del país en plena crisis sanitaria. No se trata de un optimismo en el prójimo, es un optimismo consigo mismo. Machuca nos cuenta vía telefónica que no le teme a la muerte, como confirmó luego de leer las últimas afirmaciones en la prensa de Aleksandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia, conocido por su autoritarismo y sus polémicos fraudes electorales (algo así como un Nelson Acosta de la política): El vodka y los sauna inmunizan a la población del COVID–19.
A continuación, y como ya lo prometimos, compartimos la segunda parte del adelanto del próximo libro del autor (Todo blando, todo ruidoso). Se trata de Casa de Cena, una crónica que en sintonía con la anterior (Yo no juzgo, yo pelo), conecta el pasado con el presente a través de relatos en apariencia anecdóticos, de los cuales Machuca fue testigo directo y también agente activo. En este caso, nuestro connotado mentor nos deleita con una historia que comienza en las postrimerías de la transición a la democracia, a propósito de los orígenes de su amistad con Pablo Ferrer (artista visual y académico quien entonces fuera su alumno), y finaliza en pleno estallido social.
Según recuerda, ese día Machuca fue invitado a comer ostras y tomar champaña al nuevo taller de Hugo Cárdenas, su viejo amigo que lo retrató cuando eran estudiantes. Después de la opípara reunión, de la que también participó el videasta Enzo Blondel, y uno de los editores de esta revista, se dirigieron raudos a la inauguración de Excavaciones, exposición individual de Ferrer, cuyas altas expectativas de público se vieron sustancialmente afectadas ante la radicalización de las movilizaciones y la consiguiente paralización del transporte público. Aunque algo atrasados debido a la contingencia, Machuca Carvajal, Cárdenas Ortega, Blondel Contreras y Urrutia Luxoro, lograron llegar a subir el nivel de los escasos (pero ilustres) pelagatos que se apersonaron en la exposición. Además del selecto cuarteto, se encontraba Cristián Osorio (pintor egresado de ARCIS, donde fue alumno de nuestro colaborador), María Francisca Espina (Pangui), Tatiana Julio y George Lee V., estos tres últimos, alumnos de Ferrer en el Magíster en Artes Visuales de la Universidad de Chile, tan alumnos de Ferrer como Ferrer fue alumno de Machuca en el siguiente relato.
Pablo Ferrer, Gabriela Guíñez, Gonzalo Barahona y Christian Yovane fueron mis alumnos en la escuela de arte de la Universidad de Chile. Les hacía clases de Historia del Arte moderno. Eran alumnos diligentes, aplicados, interesados, sonrientes, afectuosos, incluso cómplices. Además eran mateos, ordenados, puntuales, redactaban buenos ensayos y daban cuenta de una madurez que se asocia, en la actualidad, a lo que hoy se identifica como un “capital cultural”.
En aquella época tenían problemas con el centro de alumnos de Teoría del Arte. Habían un par de sujetos infames que fustigaban a Ferrer por ser un alumno crítico. Era fustigado por unos estudiantes lechugosos, vienesos, malos para el fútbol, y también por unas nínfulas de aspecto prostibulario (un colega mío le puso a una de ellas “la geisha chilena”).
El Bullying estudiantil comenzó en aquella época: un acto de sospecha, de suspicacia, de falta de respeto frente a la autoridad. Todo alimentado por estudiantes de cara derretida, frases socarronas, consignas vacías, textos atrasados, chantajes de toda índole, celos psicopáticos porque unos profesores atraían a algunas alumnas o alumnos que ellos amaban de manera neurótica; la mayoría de estos babosos vivían en casas con mamás y papás descuidados, flojos e indolentes (padres vienesos y madres vienesas).
El tema es el siguiente: Ferrer me dijo -afuera del casino- lo siguiente: “profesor, queremos invitarlo a mi taller mañana en la tarde, cerca de Av. Italia”. Estaban Yovane, Barahona y Guiñez; todos con rostros expectantes. Les respondí que sí. Les exigí que me mostraran sus trabajos y conversar acerca del arte y otras cosas derivadas de lo humano y lo divino. Todos se rieron. Todos entendían -no como ahora, ante la amenaza de acosadores pervertidos, psicópatas sexuales de toda índole- que se trataba de una convivencia sin jerarquía, más allá de toda moralina culposa, de toda protección trasera de un individuo que no puede defecar y menos de ser carcomido por cuadrúpedos de colmillos gigantescos y censores neonatos que pululan por la ciudad (una infantilización de las actuales demandas políticas, según algunos analistas magisteriales, y también de uno que otro rector de universidad privada).
El punto, es que me junté con ellos en el taller de Ferrer. Me habían organizado un cóctel frugal, típico de estudiantes, aunque sustantivo a nivel material: quesito cortado en cubitos parejos (como la pintura de Ferrer en aquella época) salames acuosos, gaseosas, harta cerveza y por supuesto, algo exigido por mí, un buen par de botellas de vodka. Había buena música. Recuerdo que le pedí a Ferrer que pusiera una parte de la Pasión según san mateo de Bach. Ferrer me regaló un combinado de Bach al instante, y yo le regalé un libro de Ana María Guash titulado -algo así como- “el posmodernismo y lo multicultural”.
Después de algunos tragos, decidí invitar al grupo a un restaurante cercano a la plaza Italia. En aquella época este local funcionaba toda la noche. El título del restaurante: Casa de Cena, ubicado en la calle Almirante Simpson, lugar de prostitutas, cafiches, detectives, familias enteras, gente promiscua, drogadictos y de ricas efusiones de caldos, pescados y ajiacos.
Ferrer, por aquellos años, está a punto de producir las pinturas de su etapa inicial: neoclásicas figuraciones de citas pictóricas grandilocuentes (se me viene a la memoria sus citas a Rubens y David); muchas anudadas con el pop y la estela cromática abierta por los pigmentos industriales. Ferrer estaba en aquel momento, haciendo citas de citas (donde destacaba una famosa cita de Gonzalo Díaz de Rubens).
Ferrer, Guiñez, Barahona y Yovane saborearon en el restaurante Casa de Cena un ceviche de salmón cortado en cubitos ortogonales. El que sean ortogonales no deja de ser, en este caso, paranoico. La ortogonalidad simboliza la rigidez del fascismo. Todo geometrizado. Todo regularizado (remito a textos memorables al respecto: los de George Bataille, Wilhelm Reich y Susan Sontag).
En dicho restaurante -incluyo al Berri y al Trianón en Plaza Brasil, regentado por Candy Dubois, quien se cambió de sexo en Europa y era una devota del traje militar- se juntaban, en dictadura, agentes de la CNI, ministros pinochetistas, gente con bigote policíaco y travestis nocturnos. Según algunos testimonios, se pudo ver a ministros pinochetistas como Hernán Felipe Errázuriz y Juan Antonio Guzmán Molinari. Era la bohemia fascista que los artistas actuales son incapaces de traducir (Álvaro Corvalán Castilla, coronel de la CNI, de bigote amejicanado, actualmente en la cárcel pública, tenía un amorío con la vedette española Maripepa Nieto, que mostraba su generoso y redondeado trasero).
Con el tiempo, Ferrer ha ido evolucionando a nivel pictórico. Su pintura ha perdido su limpieza de un diseño castrador. Se ha ido abriendo a nuevas fronteras pictóricas que lo hacen más moderno pero también más añoso. Esto no es una ironía. A mí me ha pasado lo mismo como escritor de arte (con el tiempo, o uno se comprime o se desborda: no hay madurez en el sujeto a lo largo de su vida).
Me gustaría terminar este texto con algunas anécdotas acaecidas a partir del 18 de octubre del año recién pasado. Visité la inauguración de Ferrer en la galería TIM del barrio Yungay (pinturas al óleo, y témpera de personas en espacios públicos). Mi ayudante, Paola Avaria, me llama y me dice que estaba la tendalada en el barrio. Estaban quemando seis estaciones de metro a nivel simultáneo. Fui a la cocina del primo de Antonia Daiber, esposa de Ferrer. Robé un cuchillo carnicero. Caminé hasta una iglesia aledaña a la estación Cumming, la cual estaba asolada por manifestantes furiosos que querían entrar a toda costa, unos sujetos y sujetas que querían quemarla. Los enfrenté: les pregunté “¿Qué quieren hacer los pelotudos?” “Quemarla po’ ahueonao”, me escupieron. Saqué el cuchillo carnicero y les escupí de vuelta lo siguiente: “Ustedes son veinte pelotudos, pero igual me hecho a tres hueones.” (los orcos desaparecieron ipso facto).
Todo lo anterior puede ser una ficción, una mentira. Detrás de todo sujeto existe el disfraz de ser un héroe aunque sea un timorato, pero yo había estado en esa iglesia antes, cuando velaron a mi amigo, el escultor Fernando Undurraga. Una iglesia divina, no importa que yo sea agnóstico o ateo. Por tanto, no iba a permitir que unos orcos, papiones y mutantes, quisieran quemar dicho monumento. Con Ferrer hemos siempre conversado acerca de este tema: él se ríe, sé que lo comenta, pero el arte religioso es el arte que a ambos nos impresiona de manera sublime (como una buena música religiosa de Bach).
Me quedé esa noche en el depto. del pintor Hugo Cárdenas, en la calle San Martín esquina Rosas. En la mañana me junté con mi ayudante en el MAC del Parque Forestal. Estaba cerrado y lleno de graffitis. Vimos al frente un bus enteramente quemado. Después caminé por la calle Portugal, en plena manifestación. Iba a un asado en Macul con Dublé Almeyda; pude comprar una botella de vodka. En el camino hacia Vicuña Mackenna, había una cantidad de combatientes, entre ellos un compinche que tenía tres postones bajo la nariz (en el llamado triángulo de la muerte); me acerqué; pedí agua y una pinza; no tenían esta última; le saqué los proyectiles con la mano. Luego les pedí alcohol de quemar; no tenían ¡Pero cómo! ¡Si en Europa y Oriente los combatientes van premunidos de lo necesario para hacer frente a apaleos, perdigones y lacrimógenas en la testa! Frente a la situación, decidí sacar el vodka y arrojar parte del líquido al combatiente en plena cara. En el acto, se me acercaron más de quince compinches, los que me dijeron: “Hermano, ¿nos convidai un vodkita?” Lo concreto, es que llegué al asado con las manos vacías.
francisco brugnoli
Un valioso testimonio
Jorge González
Una vez en la Chile el profesor Rodolfo Opazo me dijo, Machuca puede hablarte horas de una lechuga …
Jorge González
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