Sobre Cría Cuervos
En marzo del año 2008, en la ciudad de Buenos Aires, Mariana Enríquez le hizo una entrevista a Charly García. El argentino tenía un disco terminado, Kill Gil, que sin embargo, no podía editar por problemas de corte legal. Tampoco tenía teléfono, ni encontraba las llaves para abrirle la puerta a la periodista de Rolling Stone Argentina. “No es nada raro ni escandaloso que uno no pueda encontrar sus llaves, claro; pero la sensación de extrañeza flota cuando los signos de aislamiento se acumulan y la obsesión de Charly por la prisión, por el encierro, empieza a cobrar una forma que espanta” sostuvo Enríquez.
En abril de este año nos juntamos a conversar con Wladymir Bernechea. Compramos cervezas y escuchamos Charly mientras hablábamos de la devolución de impuestos y lo poco que pagan por la suma de cosas en que cada uno trabaja. Nos contamos pequeñas anécdotas de nuestros años de estudiante. En ese tiempo todavía no nos conocíamos. Llegamos a esos temas por su exposición Cría Cuervos.
Wladymir me va revelando cómo nacieron las piezas expuestas, varias sin ser hechas ni pensadas para mostrarse, sino como parte de un cuaderno personal, con manchas negras muy cargadas que allanan el papel y otras concebidas como ejercicios preparatorios. Se distinguen palabras y enunciados: «desaparecer», «no quiero volver nunca más», «calambres en el alma», «adiós» o «no me atrevo». Me cuenta con más detalle las cosas que lo hicieron sentir así, para querer cerrar la vida. También confiesa que las canciones que estamos escuchando le llegan directo, sin trabas ni desvíos, y por lo mismo, a ratos se identifica más con la música que con las artes visuales. De ahí que las frases vociferadas en la melodía de fondo coincidan con las escritas sobre las hojas de la muralla.
«Hay algo del artista adolescente en la ejecución de estas obras –me dice– de asumir una oscuridad interna, pero también de saber que todos hemos pasado por momentos difíciles» –¿Por qué exponer la angustia, si ya terminó?– «Vivimos en uno de los países con mayor índice de depresión, y eso nunca lo aborda nadie, es siniestro, es siniestro que eso se haya normalizado y vivamos aquí sin más». Al tocar esa nota pasamos al tema de lo siniestro. Nos sorprende descubrir que ambos sentimos una atracción por ese asunto y, más particularmente, por lo siniestro como categoría estética. Asimismo, los dos coincidimos en que muchos lugares ocultan un pasado oscuro en Chile, que pasear por algunas calles de barrios residenciales y toparse con pequeñas placas ubicadas sobre las paredes, que anuncian los crímenes e identidades de cuerpos desaparecidos allí hace cuarenta años –cuando se inventaban historias ficticias para justificar los hechos– es siniestro. Las veredas, las calles, las casas, los espacios fueron receptores de atrocidades que hoy no se enuncian y seguir la vida normal y cotidiana en los mismos lugares sin saber lo que ahí sucedió es siniestro. No hay referencia.
Si extrapolamos la falta de referencia a las obras de Cría Cuervos, observamos que estas se pasean entre el blanco y negro, como es recurrente en el trabajo de Bernechea, pero las figuras no se delinean sobre el fondo y tampoco dan un rostro reconocible. Los objetos al centro de la sala varían entre sí y también develan que fueron encontrados en momentos distintos. Son elementos cotidianos, pero sumergidos en pintura negra. Nuevamente, nos topamos con un abismo y una falta de certezas. La humanidad de los personajes ha sido borroneada (tal como lo hacía Francis Bacon) y se encuentra en estado de ausencia. El blanco y negro funciona como un lugar desde donde se maneja la vastedad de las cosas, sin importar su motivo.
Al momento de realizar la entrevista a Charly, Mariana Enríquez describió la casa donde el músico vivía: “Para amantes de las metáforas eficaces: la puerta principal no se puede abrir, la de servicio no se puede cerrar. En la heladera, hay Coca-Cola y Fanta para su vodka. Comida no, al menos a la vista. El televisor está roto, decorado a lo García también, en el medio del living, con el tubo agujereado. Ya no es eléctrica compañía sino un cacharro pintado. El único sillón perdió tanta goma espuma que ya es casi un banco de plaza. Es posible que Charly García sea la única estrella de rock que vive así, en una intemperie cotidiana”. Sin embargo, la vida bajo esas condiciones respondía a una decepción y pérdida de horizonte más profunda, donde la falta de referencia y ancla para el músico tenía relación con la falta de coherencia en las nuevas voces jóvenes: “antes se trataba de tener algo para decir, de una búsqueda, no de contar cómo conociste a una minita una tarde de lluvia y la querés mucho y son novios. Eso es todo para ellos. Es increíble. Se fue todo al carajo. Ni hace falta saber música, aunque estaría bueno que sepan música, pero en fin… Con idealismo, aunque sepas tres tonos, eso es rock”.
Las letras de Charly friccionando la pintura de los óleos (y si fuéramos más precisos, «rasguñando») funcionan como pistas de aterrizaje en medio de la palidez de los matices y nos entregan surcos para seguir la subjetividad de Wladymir. Lo mismo con su traducción al japonés, que nos deja algo atónitos, estremecidos y curiosos, sin llegar a entender a qué refieren, al menos a la gran mayoría de los chilenos, que no hablamos el idioma. Tampoco solemos aventuramos, ya sea por la gracia del misterio o la inercia que a ratos nos apodera, a sacar el celular y traducir los kanjis, sino que estos funcionan como parte de la totalidad de la composición visual. Al mismo tiempo, en la inmensidad del blanco hay un contraste entre la ausencia de rostros y las palabras japonesas negras. Esto último me recuerda a lo que Roland Barthes decía sobre el satori en relación a la fotografía: “Ese algo me ha hecho vibrar, ha provocado en mí un pequeño estremecimiento, un satori, el paso de un vacío”, decía cuando comparaba ciertas imágenes fotográficas con los haikús, donde todo viene dado y no se puede desarrollar. Así, en Cría Cuervos ya estamos ahí, en medio de las marcas e inscripciones sobre lo pálido, inmersos en los recovecos de la subjetividad del autor, sin tener que atravesar el camino y los tapujos naturales para conocer los sentimientos de un sujeto al desnudo. De alguna manera, al ingresar a la sala, nos topamos con ese estado mental y sólo nos queda fijar pequeños detalles que nos permitan enarbolar un relato interior. El «SABES QUE NO APRENDÍ A VIVIR» escrito en mayúsculas es un buen material para conducir la tónica de nuestra propia recepción.
Finalmente, al terminar de conversar en el taller con Wladymir, cuando ambos ya debíamos emprender rumbo, coincidimos en que el álbum que se reproduce en su computador, La hija de la lágrima es increíble. Más que notable. Casi hecho a medida para su exposición.