Una historia sin hilo
En Isla Teja, a orillas del río Calle-Calle, sobre las ruinas de la ex-cervecería Andwanter, se emplaza un edificio revestido en vidrio, con dos pisos de considerable altura dada su herencia de galpón industrial: el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) de Valdivia perteneciente a la Universidad Austral. El segundo nivel alberga a la sala Francisco Smythe, en homenaje al fallecido pintor que expuso en la muestra inaugural llevada a cabo en el naciente museo. Se trata de un amplio espacio iluminado por la luz solar que se filtra a través del revestimiento de vidrio que da a la rivera poniente, con una estupenda ventilación (también natural) producto de las corrientes de aire que se filtran entre las numerosas e indiscretas rendijas.
Piso de adoquines, un hervidor de agua enchufado al comienzo del recorrido de la sala, muros con la pintura resquebrajada, cielo de hormigón al descubierto, adolescentes de cabellos colorinches ensayando coreografías de k-pop, y vigas de fierro corroídas por la humedad fluvial junto al paso del tiempo. La atmósfera postapocalíptica de la sala Francisco Smythe evoca más a Nuestra Música (2013) de Jean-Luc Godard, que a la higiénica austeridad del ‘cubo blanco’ en la mayoría de los museos. En la película –dividida en los capítulos “Infierno”, “Purgatorio” y “Paraíso”– el director francés retrata la barbarie experimentada tras las guerras que han azotado a la humanidad, en la ruinosa ciudad de Sarajevo como telón de Fondo. Si la sala está ubicada en el “Purgatorio” (segundo nivel del museo), no puedo imaginarme cómo será el infierno. Esta atmósfera postapocalíptica de la sala Francisco Smythe es sublimada con un clásico motivo del realismo mágico: el animal autóctono. Sin embargo, en lugar de la amplia y tropical gama cromática que lucen jaguares, guacamayos, y tucanes, la fauna local nos ofrece un espectro más reducido, cargado a distintos tonos de la negrura. Lobos marinos, jotes y patos yecos complementan la precariedad material de la sala.
Detengámonos en la última especie. El pato yeco (Phalacrocorax brasilianus) –también conocido como “cormorán negro” o “cuervo de mar”–, es un ave marina suliforme de la familia Phalacrocoracidae que se distribuye geográficamente a lo largo de los trópicos y subtrópicos americanos. En el norte de Chile es considerada una plaga, debido al impacto medioambiental que producen sus heces. La acidez de la caca expulsada por este animal inmundo, constituye un daño irreparable a la biodiversidad local. Los árboles en que anida perecen al poco tiempo de tener que soportar cagada tras cagada de este pajarraco. Su aparato digestivo es lo más similar a Chernobyl que podemos encontrar en la selva valdiviana. Incluso se han podido avistar ejemplares cagando sobre la carrocería de algunos automóviles, la cual queda completamente desteñida tras recibir los zurullos radioactivos del animal. Después del asedio medioambiental de los patos yecos solo quedan decisiones radicales: reforestar, restaurar, remodelar. Todas implican una pausa.
Desde del 28 de febrero el MAC de Valdivia estará en receso por dos o tres años, con el motivo de la remodelación del espacio. Dentro de los objetivos del proyecto, está el desarrollo de un acondicionamiento más eficiente del lugar para mantener las condiciones mínimas que le permitan cumplir con las funciones de un museo (exhibición, colección, conservación, investigación, entre otras). La sala de un museo edificado sobre las ruinas de un galpón industrial expuesto al deterioro de la intemperie ¿Puede soportar una cagada peor al constante asedio del pato yeco?
El último sábado de febrero fui a ver Historias de hilo, parte del último ciclo expositivo del MAC de Valdivia previo al cierre por remodelación. Consiste en una colectiva de cinco artistas textiles (Denise Blanchard, Andrea Fischer, Cecilia Juillerat, Fernanda Gutiérrez y Maite Izquierdo), curada por Justo Pastor Mellado en nuestra pintoresca sala Francisco Smythe. En la medida de que las instituciones artísticas históricamente han excluido a las mujeres, al mismo tiempo que han instalado escalas jerárquicas de soportes, formatos y criterios de calidad eminentemente masculinos, una exposición textil, un arte “menor”, realizada por mujeres, es aparentemente acorde a las demandas integracionistas de los nuevos tiempos.
Inmediatamente al entrar a la sala resalta una sorprendente innovación en electrodomésticos museográficos: al costado derecho del ingreso podemos apreciar un hervidor de agua a ras de piso, con el distintivo sonido continuo de encendido. En el muro izquierdo del primer pasillo se encuentra Desapego de Andrea Fischer: cinco impresiones del mismo rostro estampado en púrpura dispuestas horizontalmente, intervenidas con tramas de hilo blanco que ocultan los contornos de la figura hasta llegar a su desaparición. Al fondo del mismo pasillo, un catre cubierto de bolsas de té unidas simulando una colcha que cubre un cuerpo. Los datos de la obra anterior estaban consignados en una cédula de obra que Mellado mandó a imprimir a una picada especializada en impresión y termolaminado de cartas de colación y menú ejecutivo. Respecto al catre, ni siquiera había datos disponibles a su alrededor.
Alrededor de 20 delantales blancos de niña (industria nacional, tallas 1 y 3) colgados desde el techo en formación oblicua y ascendente conformaban la instalación Asunción de Fernanda Gutiérrez, montada en el segundo corredor. Bajo las prendas que colgaban a la máxima altura, la artista cosió bolsas de diversos materiales que simulaban órganos internos y fluidos corporales. Junto a Desapego de A. Fischer, es una de las obras más consistentes en cuanto a la exploración conceptual y formal sobre el textil. Sin embargo, nuevamente el flamante nuevo agregado cultural en Francia y curador de la muestra nos sorprende con sus hervidores de agua y sus mojones de pato yeco. Asunción de F. Gutiérrez es señalada (en otra cédula de obra julera) como una instalación site specific, pese a que no mantiene ninguna relación de continuidad o correlato con las características específicas del espacio. La obra podría ser instalada en cualquier otra sala de exposiciones con una altura mínima de tres metros.
El tercer y último pasillo acoge (si es que puede llamarse ‘acogedor’ al espacio) las obras de Maite Izquierdo y Cecilia Juillerat. La primera, tampoco con datos consignados en una cédula de obra, es una “escultura textil” cuya tridimensionalidad es desplegada a partir de diversos desechos industriales con dos denominadores en común: el saco como contenido y continente, y la materialidad textil de los sacos. C. Juillerat propone un ‘desplazamiento’ entre textil, gráfica y pintura, en amplios y serializados soportes que remiten sospechosamente a las aeropostales de Dittborn, salvo por la ausencia de dobleces que delatan la huella del viaje. Inmediatamente gugleo su nombre asociado al motor de búsqueda “artista textil” y su currículum aparece en las primeras cinco opciones. En dos oportunidades la artista cursó un taller con Dittborn, una de ellas específicamente dedicada al arte aeropostal. Junto a la precariedad institucional, he ahí otro tópico recurrente en el campo local: artistas incapaces de producir obra sin citar la autorización firmada de sus ‘maestros’. Por otra parte, llama la atención que Mellado haya decidido montar las obras de C. Juillerat en dos módulos distintos, siendo que la obra aislada del módulo más extenso no tenía mayores variaciones formales e iconográficas respecto a las otras. Podría perfectamente haberse omitido del diseño curatorial, ya que no cumplía ninguna función más allá de la reiteración.
Volvamos a la pregunta del comienzo. Una sala de exposiciones (a días de cerrar por remodelación) que se autodenomina museo ¿puede soportar una cagada peor al constante asedio del pato yeco? Al inicio del recorrido, a un par de pasos del hervidor de agua está el último zurullo del pato yeco canto del cisne: el texto curatorial de Justo Pastor Mellado. La copia única de un testamento de 15 páginas tamaño carta, corcheteadas, arrugadas y adheridas con cinta de embalaje a un plinto. Respecto al plinto, es importante destacar su función a modo de señalética de advertencia previo a la lectura: la decadencia de la curatoría es de magnitudes escultóricas.
Sin siquiera hojear el mamotreto, ya de la solución expositiva del texto curatorial se puede deducir un desprecio enorme por los agentes culturales de la región y por el público general. Estoy seguro de que Mellado no se atrevería a reproducir tamaña ordinariez en una galería de Santiago. Por otra parte, es lamentable que la administración del espacio haya permitido inaugurar una exposición tan desprolija, que incluso llega a opacar la precariedad de la propia sala. Como aún me quedan dos horas antes de almorzar y no están repartiendo alcohol gratis, me tomo el tiempo de leer las 15 páginas.
A nivel general la exposición es planteada forzadamente como una traducción textil del mito de Filómela y el relato de Penélope, evitando las referencias directas a las obras y procesos artísticos. Junto a la extensión excesiva, y la hostilidad de la presentación (arrugada, corcheteada y mal pegada), el mayor desacierto del texto curatorial es la sobreteorización. La distancia entre las obras y el texto es abismante, llegando al borde de lo ilegible. A lo largo de las 15 páginas de extensión, el curador se dedica torpemente a clausurar el sentido de la exposición (sin mucha eficacia, por cierto), mediante operaciones esquivas como referencias siúticas y desubicadas a autores franchutes (Mellado se vanagloria de pensar en francés antes de escribir en español), y la frecuente narración de sus anécdotas parrilleras.
En cuanto al contexto (una exposición de cinco artistas textiles mujeres, a menos de un año de mayo de 2018) el último zurullo del pato yeco también hace de las suyas. El arte textil es planteado como una artesanía dependiente y subsidiaria a la pintura, la escultura, la instalación y la gráfica. Pese a la reformulación de los códigos que leen de manera desjerarquizada al arte contemporáneo, Mellado insiste en la insoportable retórica del desplazamiento de lo tradicional y jerárquico hacia el textil. El sexismo solapado de la exposición queda en evidencia cuando su curador utiliza como sinónimos indistintos e intercambiables las palabras “textil”, “mujer” y “hogar”, en el primer párrafo de la cuarta página de su mamotreto: “[las artistas] Recomponen, entonces, la noción de casa, porque aseguran la continuidad del hogar”. Para Mellado, las artistas textiles son meras costureras que cumplen con sus labores de género.
Además del notable abandono de deberes del curador, que pone en duda su designación como agregado cultural, Historias de hilo delata una sensibilidad impermeable a un contexto atravesado por la efervescencia de los feminismos dentro y fuera del campo del arte. Historias de hilo es una exposición precaria en un espacio precario, que precariza lo textil con un discurso precario: pese a presentarse como una muestra textil, lo textil brilla por su ausencia en las declaraciones de intereses. Es una historia sin hilos.
Historias de hilo es una exposición precaria en un espacio precario, que precariza lo textil con un discurso precario: pese a presentarse como una muestra textil, lo textil brilla por su ausencia en las declaraciones de intereses. Es una historia sin hilos.
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