El cuerpo en la ciudad: la utopía cinética en América Latina

A partir de la peculiar relación entre el cuerpo humano y el automóvil, es imperioso realizar un cuestionamiento a esta interacción que se vive cada día dentro del contexto urbano mundial, con el fin distinguir -si es posible- singularidades propias del territorio geográfico latinoamericano. Con el fin de sistematizar tal investigación1 me aventuro a organizar en dos los modelos de movilidad predominantes dentro del territorio urbano actual. Por un lado se encuentra un modelo autónomo que hace referencia al andar; al acto realizado de forma autosuficiente por el sujeto para explorar el territorio. Por otro lado, se encuentra el modelo mecanizado, donde se despliega toda la gama de mecanismos que usamos como extensiones del cuerpo para poder movilizarnos: desde un par de patines hasta vehículos de mayor envergadura.

Es probable que a todos nos haya pasado que luego de poco andar dentro de la ciudad nos hemos topado inevitablemente con límites que nos obligan a detener nuestro recorrido, a caminar por el asfalto, o a practicar el contorsionismo para poder pasar. Estas situaciones son expresiones del predominio de los elementos físicos que permiten el desplazamiento mecanizado dentro de la ciudad; elementos que crean un universo hostil frente al caminante2, actuando como factores de vulnerabilidad frente al cuerpo, producto de sus propias características biológicas.

Por consiguiente, es posible señalar que la única instancia donde se nos permitirá ingresar sin problemas a los espacios de movilidad es en la medida que nos situemos como usuarios ante un vehículo. Situación tan cotidiana pero que conlleva la desaparición del cuerpo humano, el cual cede su presencia al automóvil.

En este punto es pertinente ingresar el planteamiento del filósofo francés Jean- Luc Nancy, quien señala que lo que caracteriza a un cuerpo en tanto tal es su piel, “[…] auténtica extensión expuesta, completamente orientada al afuera al mismo tiempo que envoltorio del adentro”3. Si lo principal de un cuerpo es que corresponde a una envoltura, por consecuencia es factible tener en consideración al automóvil bajo esta misma categoría, y por consiguiente, a la carrocería la condición de piel.

Al considerar  a la carrocería como la nueva identidad corporal del sujeto, “los hombres pasan a ser las marcas que los protegen y recubren: Ford, Cadillac4”, Kia, Nissan. En otras palabras, el cuerpo humano es integrando a una serie industrial cuyas cualidades estéticas responden a las necesidades del mercado, lo que significa la anulación de la heterogeneidad intrínseca que lo caracteriza biológicamente.

De esta forma, el diseño automotriz adquiere un carácter relevante, a pesar que la forma, el tamaño y el color de cada modelo no influyen en la funcionalidad mecánica del objeto. Justamente esta discordancia es considerada por Baudrillard en su libro El sistema de los objetos, donde denomina a tales aspectos como marginales e inesenciales debido a su trivialidad y nula injerencia dentro del sistema mecánico:

“(…) lo que es esencial y estructural y, por consiguiente, lo que es más concretamente objetivo (…) es el motor eléctrico, es la energía distribuida por la central, son las leyes de producción y transformación de la energía (…); lo que no tiene nada de objetivo y, por consiguiente, es inesencial, es que sea verde y rectangular, o rosa y trapezoidal5“.

Conceder mayor importancia a los elementos inesenciales de un objeto, provoca como consecuencia posicionar a toda su interioridad, todo su funcionamiento interno, como una mera literatura anatómica. Pero en caso del automóvil no solo cilindros, pistones y bujías pasan a ser ficciones cognitivas, sino también los músculos, tendones, nervios, huesos, y glándulas de los propios ocupantes.

Si bien el posicionamiento del automóvil como medio de transporte esencial para lograr el desplazamiento dentro de la ciudad implica un sin número de cambios corporales a nivel de usuario, estos cambios no comienzan precisamente en la calle, sino un poco antes: en la planta industrial, por lo que me referiré a ellos a continuación.

A partir la instauración del sistema de producción en cadena, llevada a su máximo desarrollo por Henry Ford, los obreros de las fábricas de ensamblaje de automóviles son los primeros afectados. Para cumplir con las exigencias del nuevo sistema fabricación, los obreros debieron adecuarse a realizar movimientos mecánicos y serializados en un tiempo acotado; requerimientos esenciales para una mayor y más económica producción. Esta es la organización científica, no solo del trabajo, sino del cuerpo humano.

“La imagen es conocida: mientras un grupo aprieta una tuerca, otro gira un tornillo, un tercer grupo coloca parachoques, el cuarto grupo pinta los bordes de las ruedas, un quinto perfora ejes. (…) Millares de veces se repite la misma acción: la mano hacia arriba, media vuelta y hacia abajo6“.

Al igual que al obrero fordista, al sujeto en el automóvil se le atribuyeron movimientos específicos como operario: a las manos va el volante, la palanca de cambios y otros botones, a los pies se le asignan los pedales, y a los ojos los espejos retrovisores junto con demandar una mirada atenta; movimientos rápidos para los pies y manos, pero inmovilidad perpetua para el tronco y piernas.

En definitiva, la potencialidad física del hombre, surgida de la voluntad y de los recursos del cuerpo, hoy raramente es requerida en el curso de la vida cotidiana. “[El automóvil] ha hecho del cuerpo algo superfluo, (…) ha devenido la condición humana en condición sentada o inmóvil, ayudada por un sinnúmero de prótesis7“. Esta es la paradoja de la velocidad: si se desea sobrepasar la propia limitación muscular del cuerpo, la posición requerida es su neutralización.

Paralelamente a esto, se puede observar en la calle al alter ego del conductor, al hombre enfrentado al caos del tráfico. Producto de la velocidad y del volumen de automóviles, el peatón se vio en la obligación de adaptar sus movimientos al sistema de signos del tránsito, si es que desea sobrevivir. Transformando una experiencia de tensión y de vigilancia la acción de recorrer a pie la ciudad8.

A pesar de esto, por siglos el caminar fue el principal método del hombre para llegar a conocer el mundo. Calcular tramos y generar coordinadas según el paso del caballo o la marcha era lo común, pero con la masificación de los transportes motorizados se generaron alteraciones en la sensibilidad de la época. Se inició un proceso de adaptación en el ámbito de la percepción del tiempo y del espacio, producto de la velocidad de desplazamiento que adquiere el usuario. El escritor brasileño João do Rio relata al respecto en el año 1911: “Gracias al automóvil, el paisaje murió (…) Pasamos como un rayo, con los anteojos empañados por el polvo9“. Al caminar el cuerpo se desplaza a una velocidad humana, sus movimientos y lo que el cerebro capta es muy distinto a lo que ocurre cuando manejamos un automóvil, donde el paisaje parece modificar su aspecto, situándolo lejos de todas nuestras percepciones sensoriales.

Dentro de sus estudios sobre la dimensión simbólica de la relación que el hombre mantiene con su cuerpo, el sociólogo y antropólogo francés David Le Breton recalca la importancia del ejercicio de caminar debido a que corresponde al gesto más humano, la “actividad antropológica por excelencia”10. Caminar –señala- es el ritmo del cuerpo, es un método de inmersión en el mundo pero creando un camino a la medida de este. “Es una forma deliberada de resistencia a la neutralización técnica del cuerpo que distingue a nuestras sociedades modernas11“.

Le Breton reconoce en al automóvil el signo moderno de la pasividad del cuerpo y su alejamiento del mundo, causante de la supresión del espacio abierto por los imperativos de la circulación motorizada:

“El asfalto no tiene historia, ni siquiera la de los accidentes que lo han marcado. Los coches pasan por él sin dejar memoria, rompiendo el paisaje con un cuchillo, en la indiferencia total por el lugar o por su historia. El conductor de automóvil es el hombre del olvido: el paisaje desfila a su lado, más allá del parabrisas, sin que él sienta nada, en una especie de anestesia sensorial y de hipnosis con la carretera. Es también el hombre de la urgencia: sin necesidad de detenerse en el camino, es únicamente un ojo hipertrofiado que lo recorre a gran velocidad. Además, ni las carreteras ni las autopistas son propicias para la exploración o el vagabundeo12.

Ahora bien, si el asfalto es un territorio libre de memoria, indiferente frente a su contexto, es necesario preguntarse por la posibilidad de existencia de sensibilidades propias del territorio latinoamericano frente a la inserción de un cuerpo totalmente desterritorializado como es el automóvil. En otras palabras, ¿es posible constatar singularidades provocadas por el territorio geográfico latinoamericano frente al uso del automóvil, teniendo en cuenta la homogeneización y desterritorialización de la identidad provocadas por el simple hecho de ceder el cuerpo a este dentro de la ciudad? Sin la intención de hallar una respuesta concluyente, veo en la crónica de la inserción del automóvil en la región, junto con la revisión de algunas producciones de artistas latinoamericanos, una instancia productiva de reflexión.

A grandes rasgos, la llegada de los automóviles a Latinoamérica es provocada por la rivalidad imperialista entre Estados Unidos e Inglaterra y propiciada por la primera guerra mundial. En ningún otro territorio de la región fue tan intensa la rivalidad entre ambos países como en Argentina. Las compañías estadounidenses, Ford Motor Company y General Motors, instalaron plantas de ensamblado en el país, induciendo cambios cualitativos en las pautas de consumo locales a través de una eficiente red comercializadora. Paulatinamente, vieron consolidado su mercado de importación de automóviles por sobre la industria ferroviaria, manejada gran parte por Inglaterra desde mediados del siglo XIX13.

A pesar de aquello, Argentina no contará hasta la década de 1930 con una red vial acorde con las necesidades de quienes comenzaban a utilizar los servicios del transporte automotor. Si bien la construcción vial ya era una tendencia internacional desarrollada hace años, el programa de modernización nacional llevado a cabo en Argentina fue particular por su fecha relativamente temprana en comparación con el resto de los países de la región.

De forma paralela a Argentina, Ford estableció en 1919 una planta de armado en Sao Paulo, Brasil. Uruguay por su parte, presenta un cuadro semejante al de Argentina y Brasil, en cambio, en Paraguay, Colombia y Venezuela, por nombrar algunos, los automóviles entraron en forma paulatina, conviviendo mucho tiempo con vehículos de tracción de sangre. En estos últimos casos, los primeros automóviles fueron importados por particulares, personas de alto rango en la milicia, en el Estado o empresarios, a pesar de que la infraestructura vial urbana fue casi inexistente hasta la década del 4014.

Los modelos de Ford y Chevrolet fueron los autos más populares a causa de su bajo precio y de la eficiente red de agentes esparcida por el continente. El modelo Ford T, por ejemplo, circuló por los lugares más insólitos e inesperados, pues por donde no había caminos, los automóviles llegaban encajonados, por tren o incluso mula, donde eran armados nuevamente y puestos a funcionar. Aún así, la geografía latinoamericana se contrapuso y funcionó como un símbolo de hostilidad ante la embestida del progreso; no solo por la falta de pavimentación sino por las características ambientales de la región: múltiples climas, ríos de barro líquido desbordados, cumbres elevadas, desfiladeros, pendientes, etc. Pero si el automóvil amplía la conectividad, si abrir caminos era la base del progreso, si la grandeza futura de cada país dependía de asegurar el transporte moderno en todo el territorio, prevalecer la utopía cinética por sobre la conservación de un territorio abrupto y accidentado fue observado como un proyecto que valía la pena.

Ya que al parecer, el pavimento liso y regular logró sobreponerse al paisaje latinoamericano, me interesa proponer atisbos de una sensibilidad propia al territorio en algunas producciones de artistas visuales latinoamericanos que sostienen un correlato alrededor de los tópicos del cuerpo, el automóvil y el paisaje, presentados anteriormente. Junto con ello, me referiré también a dos producciones de mi autoría15 que se posicionan dentro de la misma intersección de ejes temáticos.

Aldo Chaparro, Sin Título, 2015. https://www.phillips.com/detail/ALDO-CHAPARRO/NY010917/47

Aldo Chaparro, Sin Título, 2015. https://www.phillips.com/detail/ALDO-

La serie Sin Titulo y Acero, realizada desde el 2010 por el artista peruano-mexicano Aldo Chaparro, expresa múltiples resultados de la confrontación corporal del artista contra un material rígido como son las planchas de acero 430 (espejado). Chaparro ocupa las potencialidades de su propio cuerpo para ejercer modificaciones en la forma original del material, evidenciando sus propias capacidades físicas y morfológicas. Además de trabajar con acero, Chaparro también utiliza piezas de carrocería de automóviles como material, con las cuales ejerce el mismo procedimiento antes descrito, desarticulando por completo el diseño automotriz a través de las capacidades de su propio cuerpo16.

 

En cuanto al paisaje urbano latinoamericano como tema de representación pictórica, me parece oportuno destacar  la obra del pintor nacional Hernán Gana, quien presentó en el año 2011 la exposición Sin retorno, compuesta por más de 20 pinturas de distintos formatos, cuyo motivo central eran las carreteras inter-urbanas de la ciudad de Santiago. Las obras resaltan el sistema vial frente a la arquitectura circundante, a través de vistas cenitales, contrastes cromáticos y variaciones de saturación de un mismo tono de color. Las curvas entretejidas de las carreteras, cual venas de un sistema circulatorio, generan composiciones atractivas, realzando su elegancia frente a una arquitectura achoclonada cuya presencia se disuelve en el material pictórico

 

Con relación a la obra de Chaparro, el año 2018 realicé el video-performance Choque, donde registro golpes sucesivos de mi cuerpo desnudo contra el capó de un automóvil. Conforme las capacidades que mi cuerpo permite, efectúo abolladuras que registran mi morfología particular sobre el objeto técnico al mismo tiempo que lo deforman, anulando su utilidad. Choque rescata la violencia como método de producción de forma similar a la experiencia llevada a cabo por Chaparro, con la diferencia de confrontar el material mediante un cuerpo despojado de toda protección, de todo recubrimiento.

De forma similar, en la serie Estacionamiento morfológico (2014) fijo en planchas de metal cuerpos de distintos sujetos por medio de la utilización de ácido. Aquí la acción violenta es realizada por el elemento corrosivo, el cual corroe el material provocando una huella de un cuerpo ya ausente

Catalina Rozas (Santiago, 1988) Licenciada en Artes con mención en Artes Plásticas de la Universidad de Chile y egresada de la Licenciatura en Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha participado en el Concurso Nacional Arte Joven de la Universidad de Valparaíso (2018) y el Premio MAVI/Minera Escondida (2015), obteniendo una mención honrosa en el Concurso Nacional de Grabado Marco Bontá organizado por el MAC Museo de Arte Contemporáneo (2013), y el primer lugar en la categoría grabado en el Concurso de Artes Visuales Talento Joven organizador la Municipalidad de Santiago (2014). Su trabajo ha circulado en ferias referentes al campo artístico como Ch.ACO (2015), y también al campo editorial como Feria Intencional de Editorial Independientes Impresionante (2016) y FILSA (2015), donde ha presentado su proyecto editorial Ediciones Soy Otro, dedicado a la publicación de fanzines y libros de artista. También se ha desempeñado como ayudante de cátedra en la Universidad de Chile y en la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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