El atlas melancólico de Krasna Vukasovic

(una historia cartonera de la pintura chilena)

 

 

 

Comparado con el sueño puro, con la impresión no analizada,

el arte definido, el arte positivo, es una blasfemia.

Baudelaire

 

Cuando pinto estoy feliz, pero no estoy creando. Se crea en el dolor nomás.

La felicidad va en contra del talento.

Adolfo Couve

 

La magia está en esos pedazos de porquerías: todos sabemos que son solamente pintura y construyen esta superficie que tiene ciertas profundidades y sutilezas entreveradas.

Natalia Babarovic

 

 

Cada vez que la pintura resucita se tiene que criticar a sí misma. Cuando de alguna manera se ha intentado sostener el presente y validez de la pintura –un presente y validez que la pintura nunca tuvo–, se ha hecho a través de evasivas que no hacen otra cosa que confirmar la impertinencia e invalidez de la pintura. Esta no es la excepción, y poco importa, pues a nadie le importa la pintura (con el debido respeto a los dueños de las fábricas de pintura; porque a los pintores nadie los conoce). ¿Qué es (hoy) la pintura? Óleo, acrílico, esmalte; sobre tela, cartón entelado, papel encerado, diario de ayer o diario del día, lata de atún, jurel, jurel tipo salmón, o salmón ajurelado. La importancia de la pintura es tan relevante como lo son los intereses del gerente de Ceresita o de Jurel San Jorge ––porque de todas formas, la pintura necesita una superficie, aunque esta sea julera.

Mirar la pintura de K. Vukasovic es mirar (de reojo) a La Historia del Arte. Una historia del arte que no es la historia del arte chileno, ni latinoamericano u occidental. Tampoco es una historia del arte quejumbrosa ante el registro, archivo y documentación, que reducirían la trascendencia pictórica a la condición de imagen sujeta a un tiempo y un territorio clausurados. Es un atlas tan melancólico como mnemotécnico. Es un álbum que resiente la manera en que la historia ha sido reducida a la condición de imagen, en un tiempo sobresaturado de imágenes, y en un territorio carente de historia de imágenes propias. Al fin y al cabo, en la era digital se democratiza perversamente el estatuto visual de las superficies pictóricas. Empastes, veladuras, negativos, fotogramas y pixeles son igualmente miserables e igualmente visibles, sin importar de dónde ni de cuándo provenga su miseria ni su visibilidad. El atlas melancólico de K. Vukasovic no es “La Historia del Arte”, es una historia (la suya, su historia del arte), que a través de la pintura, relata los modos en que las imágenes del arte se volvieron tan residuales como los soportes que permiten el acontecimiento de la pintura.

 

 

De manera póstuma –a dos años de su muerte, tras una prolongada agonía sifilítica–, se publicó la primera edición francesa de Spleen de París; icónico poemario compilatorio de Charles Baudelaire, autor pionero de la modernidad (en términos conceptuales y ante todo, nominales), y paladín de la melancolía. Jactándose de una prosa poética (musical sin ritmo y sin rima), y a través del exquisito cinismo que lo singulariza, Baudelaire retrató el tedio de la vida moderna, en una fase de la modernidad que comenzaba a padecer la experiencia rutinaria de un público moderno, pero sin llegar a rechazar del todo las imágenes que consolidaron visualmente a la modernidad –el poeta mantuvo una relación conflictiva con la fotografía, incluso aceptando (a regañadientes) ser retratado en algunas ocasiones–.

En 1998 (cuando K. Vukasovic aún no cumplía 5 años), Adolfo Couve Rioseco, entrañable, enigmático, y sobre todo melancólico personaje (quizás aún más que el propio Baudelaire), se quitó la vida en su casa de veraneo ubicada en Cartagena. La trágica anécdota acaecida en el popular (e incluso, roteque) balneario, es –en este caso– significativa en vista de la relación intempestiva que el mismo Couve reconocía sobre su lugar en la historia de la pintura chilena, y que algunos de sus contemporáneos le hicieron saber en su debido momento (y enfáticamente, en su debido rostro de marinero afrancesado). Un pintor que se vanagloriaba con falsa humildad de las aptitudes innatas que le otorgaría incondicionalmente su ascendencia francesa (su maestro, don Augusto Eguiluz, solicitó que lo matricularan en segundo año de la Escuela de Bellas Artes, luego de enterarse del origen galo de su apellido). Sordo defensor de un “realismo estético”, tanto pictórico como literario, completamente reaccionario al espíritu artístico de su contexto epocal y territorial, inflama sus mejores cuadros –pinturas melancólicas, suicidadas a lo bonzo–, para abandonar el oficio de la pintura y dedicarse de lleno a la literatura, y secundariamente a dictar clases de Estética e Historia del Arte en su alma máter; la gloriosa y a medio morir saltando Universidad de Chile, de donde K. Vukasovic se tituló de pintora hace un par de años.

Resumiéndolo en palabras pedestres (así fue tildada la obra de Couve): el niño terrible
–homosexual de armario y pintor, que se odiaba a sí mismo por ser homosexual y pintor– de una familia pituca venida a menos, se enfrenta al fracaso de su proyecto literario y pictórico decimonónico en un contexto neovanguardista (tardíamente decimonónico en términos modernos, con un público moderno confinado por el toque de queda) que no acepta tamaño anacronismo, finalmente claudicando y a la vez confirmando radicalmente su idealismo realista, con la que quizás fuera su mejor obra de arte: ahorcarse en el baño de un chalet situado en un histórico enclave recreativo, de una aristocracia criolla que perdió su poder adquisitivo (Vicente Huidobro tuvo casa en Cartagena), para emigrar a Zapallar o posteriormente Cachagua, mientras hoy sus empleados –guata al sol– disfrutan de la canícula cartagüina agenciándose su buen y merecido melón con vino, estudiantes de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile incluidos.

 

K. Vukasovic. Playa, óleo sobre tela, dimensiones variables, 2015.

 

Tanto Couve como Vukasovic (esta última lo hizo en la edad del pavo de su promisoria carrera), detuvieron referencialmente la mirada en la playa como motivo pictórico. La marina en cuanto motivo de tematización, que posteriormente derivó en el hallazgo inminente de la mancha –las olas, la espuma– como evidencia de la autonomía de la pintura ante asuntos de otra índole, presentes y valideces que por cierto la pintura debería justificar en su superficie bidimensional, fue un interés constante en el trabajo de algunos pintores modernos europeos; como por ejemplo J.M.W. Turner, ilustre paisajista inglés, quien dedicó gran parte de su tiempo a la materialización de lo sublime ––la pequeñez del ser humano enfrentada a la magnitud de la naturaleza––, a través de la representación del naufragio.

Los ancestros croatas de Vukasovic, asentados en Punta Arenas, tuvieron que pasar por diversas calamidades transoceánicas antes de llegar a puerto; su última y quizás más temible prueba de la naturaleza fue el inhóspito Estrecho de Magallanes, por donde también pasó el famoso corsario inglés, Sir Francis Drake. Ante la inmensidad y la violencia del Océano Pacífico (de pacífico tiene solo el nombre), que colinda toda la extensión de norte a sur del territorio chileno, pareciera que la pintura de Turner es al menos alharaca (siendo muy condescendientes). Sin embargo, el embrutecimiento estético del chileno arribista promedio (aquellos que en sucedáneos de bares irlandeses de Las Condes o Vitacura pagan whiskies con tarjeta de crédito), objetaría impositivamente la siguiente exclamación: ¡Cómo vamos a andar comparando la playa grande de Cartagena con el litoral escocés!

A pesar de su ascendencia burguesa, Adolfo Couve llevaba un estilo de vida bastante austero, al límite de lo amarrete (contaba monedas de diez pesos para comprar gaseosas individuales). Más allá de toda condición social o buen pasar económico (temporal), Couve era un sujeto de costumbres trascendentales, que llevaba la ética y la estética de su “economía de medios” al paroxismo. Esos arribistas, derrochadores y endeudados, de todas maneras le habrían provocado a Couve una reacción alérgica hipocondríaca (pero justificada), que probablemente habría vociferado en un par de frases para el bronce –siendo amarrete y sin perder de vista la economía de medios– con el objeto de mandar a esos zorrones al lugar de donde vinieron. Todo esto con la elegancia y la belleza que siempre caracterizaron la impostura de sus intervenciones verbales en público: no vale la pena derrochar palabras vulgares en quienes reniegan de su vulgar, húmedo y frondoso origen del mundo.

Un grupo no menor de esos derrochadores tiene un interés inexplicable (de orden paleolítico) por el arte, particularmente por la pintura (de características cavernarias), que ha continuado el legado de algunos eslabones perdidos en la etapa transvanguardista y neoexpresionista de la pintura chilena; algunos de ellos con seudónimos y apellidos de resonancias cromañonas u homínidas. Esos zorrones que pintan, sin embargo sacrifican la riqueza material y simbólica de los soportes y pigmentos utilizados por sus antepasados directos (pasaron del pleistoceno al neoliberalismo en un solo salto temporal e histórico), reventando las tarjetas de crédito de sus familias cromañonas en la tienda Color Animal (ubicada en el barrio alto de Santiago) para abastecerse de materiales de primer nivel, impagables por el bolsillo de una aspirante a pintora de clase media.

Adolfo Couve no soportaría una conversación de más de 15 minutos con esos descerebrados con línea de crédito familiar. Hugo Cárdenas –quien debutara en la escena artística con golpes y pies de puño, propinándole un par de buenas chuletas a un policía en su etapa juvenil aristopunk–, seguramente les habría derramado una botella de Whisky o, mejor aún, un botellón de vino exportación sobre sus telas de fascistas alegres. Krasna Vukasovic habría ido más lejos, pero más cerca. Silenciosa y astutamente se habría dirigido al basurero para recuperar la tela avinagrada de fluidos etílicos, cuyos cromatismos violáceos seguramente habrían sido aprovechados a modo de aguada por su ojo cartonero.

Volviendo a los delirios grandilocuentes y sublimes de Turner alrededor de la tacaña catástrofe de la marina británica, en contraste a los desastres naturales criollos, hasta el más gallo de los marineritos ingleses experimentaría a lo menos una arcada considerable después de degustar un causeo de piures con cilantro que cualquier choro porteño engulliría como el más infantil de sus desayunos. Sin embargo, por algún motivo desconocido (pero que ya intuimos) las marinas de Turner siguen pareciéndonos más sublimes que las playas de Couve o Vukasovic.

Por mucho que uno u otro historiador del arte “decolonial” se esmere en comprobar lo contrario, la sensación pictórica transmitida por el paisaje americano sigue, y seguirá siendo más julera que la experiencia del paisaje europeo. En sus escritos póstumos –y sobretodo en los vagos recuerdos que algunos de sus alumnos conservan de sus efímeras sesiones de cátedra– Couve insiste en la característica fundamental del tema pictórico: una buena pintura tiene que necesariamente estar respaldada en un referente fome. El presente y la validez de la pintura nuevamente resucitan, esta vez en virtud de asumir su insignificancia. Sin embargo, la playa de K. Vukasovic no resulta aburrida o “menos sublime” dada su ausencia de catástrofes naturales. Es también una pintura fome, en la medida en que su motivo referencial alude al recorte de un álbum familiar cuya singularidad está necesariamente sujeta a un recuerdo común, que democratiza la experiencia testimonial de la artista con la memoria social colectiva. Notifíquese, publíquese y cúmplase, la prohibición de playas privadas a lo largo y ancho de todo el territorio nacional.

Escapando de la melancolía de la pintura chilena (como si acaso se pudiera escapar de eso), K. Vukasovic se radicó en Berlín a mediados del año pasado. Con su pasaporte de inmigrante a cuestas, la artista se ha tomado el tiempo de escribir un poemario (inédito) titulado Cuadernos de Berlín. Se trata de una compilación circunstancial de escritos breves, sueltos, incoherentes, y al borde de la divagación, que reflejan su experiencia como chilena en Berlín, y con ello las vicisitudes idiomáticas y culturales asociadas al desarraigo voluntario pero obligatorio: en búsqueda de mejores oportunidades puedo encontrar los mismos o quizás peores destinos.

En los primeros versos (si es que así pudiesen llamarse), Vukasovic se refiere a la dificultad lingüística que le significa traducir su experiencia en el repertorio de ambos lenguajes con los que cuenta para describir el paisaje alemán. La dislocación de su sensibilidad literaria y visual –pictórica y fotográfica– es una alegoría en reversa, desde uno de los “centros” del primer mundo cultural a la sanción de Ronald Kay sobre el descalce de la fotografía respecto a la representación del paisaje americano; según el teórico de origen alemán nacionalizado chileno, a diferencia de la experiencia europea (decimonónica), cuyo grado de modernización coincide con el desarrollo técnico de la imagen, la fotografía del territorio americano no coincide consigo misma, en la medida de que su iconicidad refleja un estadio rupestre de desarrollo técnico-industrial. Para Kay, la mirada americana es (fue) insoslayablemente pre-fotográfica.

“Es una alta experiencia la de leer a N. Parra frente a los canalcillos de Hamburgo, que reflejan en el agua la propia voz.”; es el quinto poema de la obra literaria inconclusa de K. Vukasovic, que comienza mencionando al antipoeta (quien fuera suegro de Ronald Kay), enalteciendo sus palabras ante la imagen diminutiva de la red fluvial alemana. ¿Por qué escribir “canalcillos”? ¿De quién es la propiedad de la voz que se refleja? En menos de dos líneas (Couve era un talibán de la “economía de medios”), K. Vukasovic sintetiza e invierte críticamente la magnitud inconmensurable de la (im)posibilidad de la representación de un territorio que históricamente ha resultado ilegible. En el imaginario poético y visual de K. Vukasovic, la belleza pintoresca del paisaje alemán puede ser mejor (y más) descrita por las palabras oblicuas de un poeta chileno –de orígenes campechanos, incluso arrabaleros, aunque no por eso menos científico-matemáticos–, que por un Goethe, un Novalis, o la paleta de un David Friedrich. Cual Calibán de la tragedia shakesperiana, Parra aprendió la lengua del padre (el mandato), para asimilarla a tropiezos, tartamudeando, para mejorarla y usarla en su contra (el desacato).

En el atlas melancólico de K. Vukasovic, la belleza del paisaje europeo no coincide consigo misma, en la medida de que el coeficiente literario de la poesía chilena resulta más apropiado para describir la imagen del primer mundo.

Exiliada del sur (en el norte), portadora ilegal de bilis negra chilena: porque la melancolía es nuestra idiosincrasia.

Porque en el atlas melancólico de K. Vukasovic, el sur es nuestro norte.

 

Vukasovic retoma –de ninguna manera regresa, ni menos resuelve– un capítulo inconcluso de la pintura chilena, que determinó las maneras en que la izquierda reaccionó al advenimiento heterónomo del objeto (materiales pedestres, soportes residuales) que vendría a socavar la autonomía artística solapada de compromiso político radical, que descansaba sobre los laureles de una pintura cómoda y aburguesada, sostenida en el remedo de la autonomía pictórica ya promulgado en otras latitudes. El rostro del revolucionario combativo, coronado por una boina estrellada, pintado en óleo sobre tela en un soporte de dimensiones épicas, podría perfectamente ingresar al mobiliario doméstico de la propiedad privada de un aristócrata venido a menos; no así el overol de un proletario anónimo (sin estrella, sin rostro, ni menos boina), impregnado de los residuos pictóricos de su mano de obra asalariada.

Una camisa arrugada y poco agraciada cromáticamente, papeles destinados al uso panadero y pastelero, manteles de factura industrial –algunos con un estampado provinciano, de aspecto costumbrista–, cortinas enmohecidas y desteñidas por la luz que fueron arrojadas a la vereda de una comuna de medio pelo, sábanas usadas quizás por quién, y cartones de embalaje (su coeficiente de nobleza material está supeditado a la condición de envoltorio), son recuperados por la artista mediante una operación usurpadora –mechera– que desvía la dinámica postfordista de la obsolescencia programada. K. Vukasovic se define a sí misma como pintora en lugar de artista visual; su trabajo pasa primero por el orden de los oficios (informales), antes que el de las profesiones. Es una pintora siempre obrera  –nunca inobrera, nunca emprendedora– que pinta sobre materiales despreciados por la sociedad de consumo en el contexto del tardocapitalismo.

Trapera, cartonera y maestra chasquilla. Cazadora de imágenes y recolectora de cachureos que reflejan la persistencia intraindustrial de la (pos)modernidad conosureña. Valiéndose de la pintura, K. Vukasovic configura un atlas melancólico y mnemotécnico que reflexiona tardía pero oportunamente sobre la historia de las imágenes en el territorio latinoamericano, y sobre la historia de la pintura chilena: es una teoría postcrítica del arte y la técnica que cuestiona la incapacidad de la pintura para constituirse en una tradición autónoma ante la inminencia de la fotografía, y reformula micropolíticamente los valores de uso y de cambio de un territorio aún subsidiario de la producción económica e industrial primermundista.

 

Antonio Urrutia Luxoro (Santiago de Chile, 1991) Curador, editor e investigador independiente. Estudiante del Magíster en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile y egresado de la Licenciatura en Estética de la UC, donde también se desempeña como ayudante de cátedra en cursos de la línea de Historia del arte. Ha expuesto en congresos y encuentros académicos en Chile, Argentina y México. Sus textos han sido publicados en libros compilatorios, memorias de congresos y revistas online. Ha curado exposiciones individuales y colectivas; entre ellas Cuerpos Cavernosos, ¡He aquí el hombre!, Androdecadencias, y la 3era versión de FAE Festival de Arte Erótico. Actualmente trabaja como asesor curatorial en la galería Factoría Santa Rosa y como editor en Écfrasis, Estudios críticos de arte y cultura contemporánea.

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